La Casa de la Abuela: Herencia y Carga
—¿Y ahora qué hago, mamá?— pregunté con la voz quebrada, mirando a mi abuela, sentada en su sillón, con la mirada perdida entre las cortinas raídas de la sala. El sol de la tarde caía sobre los mosaicos viejos, y el olor a café recalentado llenaba el aire. Mi madre suspiró al otro lado del teléfono, su voz tan lejana como siempre.
—Tu abuela te dejó la casa, Lucía. Ahora te toca cuidarla a ella—. Su respuesta fue seca, como si hablara de una deuda que debía pagarse sin más.
Me quedé en silencio, apretando el celular contra mi oído. Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué todo recaía sobre mí? ¿Por qué mi madre podía simplemente desentenderse? Miré a mi abuela, que murmuraba palabras sueltas, recuerdos de un pasado que ya no reconocía.
La casa era grande, antigua, llena de fotos en blanco y negro y muebles que crujían con cada paso. Cuando era niña, corría por esos pasillos, jugando a esconderme entre los armarios. Ahora, cada rincón parecía un recordatorio del tiempo que se había ido y del peso que caía sobre mis hombros.
Esa noche, mientras le daba de cenar a mi abuela —sopa fría y pan duro porque no había tenido tiempo ni fuerzas para cocinar algo mejor—, ella me miró con ojos vidriosos.
—¿Dónde está tu mamá?— preguntó, como si yo también fuera una niña perdida.
—No lo sé, abuela. No lo sé— respondí, tragando las lágrimas.
Los días se volvieron rutina: levantarme temprano para cambiarle el pañal, darle sus medicinas, escuchar sus historias repetidas una y otra vez. Mis amigos dejaron de llamarme. Mi trabajo como diseñadora freelance empezó a resentirse; los clientes se cansaban de mis retrasos. Mi vida se redujo a cuatro paredes y el eco de los pasos de mi abuela por la madrugada.
Una tarde, mientras limpiaba el patio lleno de hojas secas, llegó mi tía Rosa. Traía una bolsa con pan dulce y esa sonrisa hipócrita que siempre me molestó.
—Ay, Lucía, ¡qué sacrificio estás haciendo! Pero bueno, tú eres la que se quedó con la casa…— dijo, mirando alrededor como si evaluara cuánto valía cada cosa.
—¿Y tú? ¿No podrías quedarte con ella un fin de semana?— pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía al rostro.
—Ay no, mija, yo tengo mis propios problemas. Además, tú eres joven y fuerte. Y tu mamá dice que es lo justo— respondió, encogiéndose de hombros.
Esa noche llamé a mi madre otra vez. Le conté que estaba agotada, que no podía más. Ella solo repitió lo mismo:
—Lucía, yo ya hice mi parte cuando era joven. Ahora te toca a ti. No seas egoísta.
Colgué el teléfono temblando. ¿Egoísta? ¿Por querer vivir mi vida? ¿Por querer algo más que cuidar a una anciana que apenas me reconocía?
Pasaron los meses. La salud de mi abuela empeoró. Empezó a gritar por las noches, asustada por sombras que solo ella veía. Yo dormía poco y mal. Perdí peso. Me volví irritable. Un día, mientras le cambiaba la ropa de cama manchada, rompí a llorar frente a ella.
—Perdóname, abuela… No sé si puedo seguir así…— sollozaba mientras ella me acariciaba el cabello con manos temblorosas.
Un domingo cualquiera, llegó mi primo Esteban con su esposa y sus hijos. Venían a ver «cómo estaba todo». Se pasearon por la casa como turistas en un museo.
—Oye, Lucía —me dijo Esteban en voz baja—, ¿has pensado en vender la casa? Podrías meter a la abuela en un asilo y así todos descansamos…
Sentí una punzada en el pecho. ¿Meterla en un asilo? ¿Abandonarla después de todo lo que hizo por nosotros?
Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana viendo las luces lejanas del barrio pobre donde crecí. Recordé cuando mi abuela me llevaba al mercado central los sábados y me compraba empanadas aunque no tuviéramos mucho dinero. Recordé sus manos fuertes amasando pan para toda la familia.
Pero también recordé todas las veces que mi madre me dejó sola con ella mientras salía a trabajar o simplemente se iba con sus amigas. Recordé cómo siempre fui «la responsable», «la buena hija».
Al día siguiente fui al centro comunitario del barrio y pregunté por ayuda para cuidadores familiares. Me miraron con lástima y me dieron un folleto arrugado: «Cuidar no es fácil: busca apoyo». Pero el apoyo era mínimo; el Estado no daba abasto y las listas de espera eran eternas.
Volví a casa derrotada. Encontré a mi abuela dormida en el sillón, abrazando una foto mía de niña. Me senté a su lado y lloré en silencio.
Una semana después mi madre apareció sin avisar. Traía una bolsa con frutas y esa mirada dura que siempre me intimidó.
—¿Cómo está tu abuela?— preguntó sin mirarme a los ojos.
—Igual… peor… No sé cuánto más aguante.—
Se sentó frente a mí y suspiró.
—Mira, Lucía… yo sé que es difícil. Pero así es la vida aquí. Nadie va a venir a salvarnos.—
La miré fijamente.
—¿Y tú? ¿No piensas ayudarme ni un poco? ¿Ni siquiera un fin de semana?
Mi madre bajó la mirada y murmuró:
—Yo ya no puedo… Me duele verla así… Prefiero recordarla como era antes.—
Sentí una mezcla de compasión y rabia. ¿Era eso justo? ¿Era justo que el amor se midiera por quién aguanta más dolor?
Esa noche me senté junto a mi abuela y le tomé la mano.
—Abuela… ¿Tú crees que hice bien quedándome contigo? ¿O debería haber pensado más en mí?
Ella solo sonrió débilmente y murmuró:
—Gracias por no dejarme sola…—
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad familiar? ¿Cuándo cuidar deja de ser un acto de amor para convertirse en una condena silenciosa?