Vender la casa, pero ¿quién se queda con mamá?

—¿Estás escuchando, Julián? —La voz de Lucía me sacudió como un balde de agua fría. Sentí sus uñas apretarse en mi brazo mientras yo, con la mirada perdida en el vapor del café, intentaba ordenar mis pensamientos. Afuera, el sol apenas asomaba entre los edificios grises de Ciudad de México, pero adentro, en nuestra pequeña cocina, el ambiente era denso y pegajoso como el atole que ella removía distraídamente.

—Sí, sí, te escucho —mentí, aunque sabía que no podía seguir evadiendo la conversación. Lucía llevaba semanas insistiendo en lo mismo: “Tu mamá ya no puede vivir sola, Julián. Hay que decidir qué vamos a hacer con ella”.

La noticia de que mamá había caído otra vez en la casa vieja de Iztapalapa fue el detonante. Mi hermana menor, Mariana, me llamó llorando: “No podemos seguir así. O la llevamos a vivir con uno de nosotros o… o buscamos un asilo”.

La palabra asilo me retumbó en la cabeza como una maldición. ¿Cómo podía siquiera considerarlo? Mamá nos crió sola después de que papá se fue con otra mujer. Vendía tamales en la esquina para darnos de comer y nunca se quejó. Ahora, con sus rodillas hinchadas y la memoria jugando malas pasadas, éramos nosotros quienes debíamos cuidarla. Pero nadie quería cargar con ese peso.

—¿Y si mejor vendemos la casa y con ese dinero pagamos una enfermera? —propuso Lucía mientras servía el desayuno. Sus ojos evitaban los míos.

—¿Y quién se queda con mamá mientras tanto? —pregunté, sintiendo cómo la culpa me apretaba el pecho.

—No podemos traerla aquí, Julián. Apenas cabemos nosotros y los niños —dijo Lucía bajito, como si temiera que mamá pudiera escucharla desde kilómetros de distancia.

La discusión se repitió esa noche por teléfono con mis hermanos. Mariana lloraba; Ernesto, el mayor, sólo pensaba en el dinero de la venta; y yo… yo sólo quería que alguien tomara la decisión por mí.

—Mamá siempre dijo que quería morir en su casa —sollozó Mariana—. No en un hospital ni en un asilo.

—Pero esa casa se está cayendo a pedazos —intervino Ernesto—. ¿Quién va a pagar las reparaciones? ¿Tú? ¿Julián?

El silencio fue nuestra respuesta.

Esa noche soñé con mi infancia: mamá peinándome antes de ir a la escuela, su risa cuando le llevábamos flores en el Día de las Madres, su llanto callado cuando papá no volvió. Me desperté sudando y con una decisión tomada: tenía que ir a verla.

Al día siguiente, crucé media ciudad en metro y camión hasta llegar a la casa donde crecí. El portón azul estaba oxidado y las paredes llenas de grafitis. Mamá me recibió sentada en su sillón favorito, envuelta en una cobija vieja.

—¿Ya desayunaste, mijo? —me preguntó con esa ternura que sólo las madres conocen.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Sentí sus huesos frágiles bajo mi palma.

—Mamá… estamos preocupados por ti. No puedes estar sola —dije, tragando saliva.

Ella sonrió triste.

—Ya lo sé, Julián. Pero esta es mi casa. Aquí están los recuerdos de ustedes… aquí todavía escucho sus risas cuando eran niños.

Me dolió escucharla. ¿Cómo arrancar a alguien del lugar donde ha amado y sufrido toda su vida?

Esa tarde llegaron mis hermanos. La casa se llenó de voces, reproches y lágrimas. Ernesto insistía en vender; Mariana quería quedarse pero no podía mantenerla; yo sólo quería que mamá estuviera bien.

—¡Siempre fui yo la que cuidó a mamá! —gritó Mariana entre sollozos—. Ustedes sólo vienen cuando hay problemas o dinero de por medio.

Ernesto se defendió:

—No es justo que siempre recaiga en ti. Todos tenemos responsabilidades.

La discusión subió de tono hasta que mamá nos interrumpió:

—¡Basta! No quiero ser una carga para nadie. Si quieren vender la casa, háganlo. Pero prométanme que no me van a dejar sola…

Nos miramos avergonzados. ¿Cómo prometerle algo así si ninguno estaba dispuesto a sacrificar su comodidad?

Esa noche dormimos todos juntos en la casa vieja, como cuando éramos niños asustados por las tormentas. Escuché a Mariana llorar bajito en su cuarto; Ernesto fumaba en el patio; yo miraba el techo agrietado y pensaba en mis hijos, en Lucía, en todo lo que tendría que dejar si traía a mamá conmigo.

Al amanecer, mamá preparó café para todos. Nos sentamos alrededor de la mesa como antes. Nadie hablaba.

Finalmente, Mariana rompió el silencio:

—Podríamos turnarnos para cuidarla… una semana cada uno.

Ernesto frunció el ceño:

—Eso no va a funcionar. Todos trabajamos…

Yo propuse:

—¿Y si usamos parte del dinero de la venta para rentar un departamento pequeño cerca de alguno de nosotros? Así podríamos visitarla diario y contratar a alguien que la ayude.

Mamá suspiró resignada:

—Lo que decidan está bien… sólo no me olviden.

El acuerdo fue difícil pero necesario. Vendimos la casa entre lágrimas y culpas. Mamá se mudó a un departamento modesto cerca del mío. Contratamos a Doña Rosa, una vecina viuda que aceptó ayudarla durante el día. Mis hermanos y yo nos turnamos para visitarla cada noche.

Pero nada volvió a ser igual. Cada vez que entro al nuevo departamento y veo a mamá mirando por la ventana, siento que le fallamos. Que le arrancamos algo más valioso que cuatro paredes: su historia, sus recuerdos, su dignidad.

A veces me pregunto si hicimos lo correcto o si sólo buscamos aliviar nuestra culpa disfrazándola de responsabilidad.

¿Hasta dónde llega nuestro deber como hijos? ¿Cuántos sacrificios estamos dispuestos a hacer por quienes nos dieron todo?

Tal vez nunca encuentre una respuesta… pero cada vez que veo los ojos tristes de mamá, sé que hay decisiones que marcan para siempre el corazón de una familia.