Cuando el amor pesa: La historia de una suegra, un hijo y los silencios que duelen
—Doña Rosa, ¿puedo hablar con usted?— La voz de Mariana temblaba al otro lado del teléfono, y supe de inmediato que algo grave pasaba. Eran las nueve de la noche y yo ya estaba en bata, sentada frente a la televisión con mi mate, pero su tono me hizo apagar el televisor y enderezarme en el sillón.
—Claro, hija, decime qué pasa— respondí, aunque en mi pecho ya se agitaba una inquietud conocida.
—Es que… no sé cómo decirlo. Siento que Tomás ya no me ayuda en nada. Llego cansada del trabajo y la casa está igual o peor. Yo… yo no puedo más— sollozó, y sentí un nudo en la garganta.
Tomás, mi hijo mayor, siempre fue bueno pero algo cómodo. Desde chico le costaba levantar su plato o tender la cama. Yo lo regañaba, pero su papá decía: “Déjalo, es varón”. Y así crecimos todos, en un barrio de Córdoba donde las mujeres hacían todo y los hombres trabajaban afuera. Pero ahora, en pleno 2024, Mariana no era como yo ni como mis hermanas. Ella tenía su trabajo en la municipalidad y sueños propios.
—¿Le hablaste? ¿Le dijiste cómo te sentís?— pregunté, aunque sabía la respuesta.
—Sí, pero se pone a la defensiva. Dice que está cansado, que yo exagero. A veces ni me mira cuando hablo. Siento que me estoy volviendo invisible en mi propia casa— dijo Mariana, y yo sentí una punzada de culpa.
Recordé cuando Mariana y Tomás se casaron hace seis años. Ella era tan alegre, tan llena de vida. Siempre decía que juntos iban a construir una familia diferente. Pero ahora, su voz sonaba apagada, como si cada palabra le costara un pedazo de esperanza.
Esa noche no dormí bien. Me revolvía en la cama pensando en todas las veces que le dije a Mariana: “No le hagas todo a Tomás, después se acostumbra”. Pero también recordaba cómo mi suegra me decía lo mismo y yo nunca supe cómo cambiar nada.
Al día siguiente fui a visitarlos. Mariana abrió la puerta con ojeras profundas y una sonrisa forzada. Tomás estaba tirado en el sillón con el celular, ni siquiera levantó la vista para saludarme.
—Hola, má— murmuró sin entusiasmo.
Mariana fue a la cocina a preparar café y yo me senté junto a Tomás.
—¿Todo bien, hijo?— pregunté despacio.
—Sí, má. ¿Por qué venís tan temprano?— contestó sin mirarme.
—Tu mujer está cansada. ¿No ves que necesita ayuda?— dije bajito, para que Mariana no escuchara.
Tomás bufó.—Siempre lo mismo. Yo trabajo todo el día también. Además, ella se pone histérica por cualquier cosa.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿En qué momento mi hijo se volvió tan indiferente? ¿Era culpa mía por haberlo criado así?
Cuando Mariana volvió con el café, intenté cambiar de tema, pero el ambiente estaba cargado de reproches no dichos. Hablamos del clima, del precio del pan, de cualquier cosa menos de lo importante.
Esa tarde me quedé sola con Mariana mientras Tomás salía a comprar cigarrillos. Ella se desplomó en una silla y rompió a llorar.
—No sé qué hacer, Rosa. Lo amo, pero siento que estoy criando a otro hijo en vez de tener un compañero— confesó entre sollozos.
Me acerqué y le tomé la mano.—Yo también me sentí así alguna vez. Pero nunca tuve el valor de decirlo en voz alta. Quizá por eso ahora me duele tanto verte así.
Mariana me miró con los ojos llenos de lágrimas.—¿Y qué hago? ¿Me resigno? ¿O lo dejo?
No supe qué responderle. En mi época no se dejaba al marido por estas cosas; se aguantaba y punto. Pero ahora todo era distinto. Las mujeres ya no querían ser sirvientas ni mártires.
Esa noche hablé con Tomás a solas. Le pedí que escuchara a Mariana, que intentara ponerse en su lugar. Él se encogió de hombros.—Siempre estás del lado de ella— dijo molesto.
—No es cuestión de lados, hijo. Es cuestión de respeto. Vos también sos responsable de esta casa— le dije con firmeza.
Pasaron los días y nada cambió. Mariana seguía agotada y Tomás cada vez más distante. Un domingo explotó todo durante el almuerzo familiar. Mariana dejó caer los cubiertos y gritó:
—¡Estoy harta! ¡No soy tu empleada ni tu madre! Si esto sigue así, me voy.
Todos nos quedamos helados. Tomás se levantó furioso y salió dando un portazo. Yo sentí que el corazón se me partía en dos.
Después del almuerzo me acerqué a Mariana.—No estás sola, hija. Si necesitás irte un tiempo a mi casa, podés hacerlo.
Ella asintió en silencio y esa misma noche hizo las valijas y se fue conmigo. Tomás no llamó ni mandó mensajes durante días.
En mi casa, Mariana dormía mucho y hablaba poco. Yo intentaba animarla cocinando sus comidas favoritas o invitándola a caminar por la plaza del barrio. Una tarde me confesó:
—Siento culpa por dejarlo solo… pero también siento alivio por poder respirar sin pelear cada día.
La entendí mejor de lo que pensaba. Recordé mis propias ganas de escapar cuando era joven y cómo nunca tuve el coraje de hacerlo.
Una semana después Tomás apareció en mi puerta con cara de arrepentido.—Má… ¿puedo hablar con Mariana?
Lo dejé pasar y los observé desde la cocina mientras discutían bajito. Vi lágrimas en los ojos de ambos y gestos torpes de reconciliación. No sé qué palabras exactas se dijeron esa tarde, pero algo cambió entre ellos.
Mariana decidió volver a casa con Tomás bajo una condición: repartirían las tareas del hogar y acudirían juntos a terapia de pareja en el centro comunitario del barrio.
Hoy los veo esforzándose por reconstruir lo que casi pierden. No es fácil; hay días buenos y días malos. Pero al menos ahora hablan más y callan menos.
A veces me pregunto si todo esto podría haberse evitado si yo hubiera criado a Tomás diferente o si hubiera tenido el valor de romper antes con las costumbres viejas.
¿Hasta cuándo vamos a cargar las mujeres con el peso de los silencios familiares? ¿Cuántas Marianas más tienen que explotar para que algo cambie en nuestras casas?