El peso de la sangre: Una historia de familia y abandono
—¡Alicia! ¿Por qué no le das de comer a tu abuela? —me gritó doña Rosa desde la puerta de la tienda, mientras yo pagaba una bolsa de arroz y unos tomates.
Me quedé helada. Sentí cómo todos los ojos del barrio se clavaban en mi espalda. Doña Rosa se acercó, bajando la voz pero no el tono de reproche:
—La vi sentada afuera, dice que lleva tres días sin comer. Le di unos caramelos, pobrecita.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que mi abuela apenas había llegado a mi casa hacía dos días? ¿Cómo contarle que mi hermano Bruno me la dejó como quien deja una bolsa de ropa sucia?
Todo empezó esa tarde, cuando Bruno me llamó por teléfono:
—Alicia, no sé qué hacer. Mariana quiere ir a la playa con los niños y yo… bueno, ya sabes que estamos cuidando a la abuela desde que mamá se fue a vivir a Monterrey.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí? —le respondí, ya adivinando lo que venía.
—Pues… pensé que podrías cuidarla un mes. Solo un mes, te lo juro. Yo te ayudo con algo de dinero.
Suspiré. Trabajo todo el día en el hospital y apenas tengo tiempo para mí. Pero Bruno siempre fue el favorito de mamá, el que nunca decía que no. Y ahí estaba yo, otra vez cargando con lo que nadie quería cargar.
—Está bien —dije al final—. Tráela mañana.
Bruno llegó temprano con la abuela y una maleta vieja. Me dio un beso rápido y se fue casi corriendo, como si temiera que me arrepintiera en el último momento.
La abuela se sentó en el sillón y miró la televisión sin decir palabra. Yo intenté hablarle, preguntarle si quería algo de comer, pero solo murmuró algo ininteligible y siguió mirando la pantalla.
Esa noche, mientras lavaba los platos, escuché un ruido en la cocina. La encontré hurgando en los cajones, buscando algo. Cuando me vio, se sobresaltó.
—¿Tienes pan? —me preguntó con voz temblorosa.
Le preparé una taza de café y unas galletas. Se las comió despacio, como si cada bocado le costara trabajo.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y tensión. Yo salía temprano al hospital y volvía tarde, agotada. La abuela pasaba el día sentada junto a la ventana, mirando la calle o hablando sola. A veces la encontraba llorando bajito, otras veces parecía perdida en sus recuerdos.
Una tarde, al volver del trabajo, encontré a mi hija Camila discutiendo con ella.
—¡Abuela, no puedes salir sola! —decía Camila, frustrada—. ¡Mamá se va a enojar!
La abuela solo repetía:
—Quiero irme a mi casa… quiero irme a mi casa…
Me sentí impotente. ¿Qué casa? La suya ya no existía; la vendieron hace años para pagar las deudas de mi tío Ernesto. Nadie le explicó nada. Solo la mudaron de un lado a otro como si fuera un mueble viejo.
Esa noche llamé a Bruno:
—No puedo con esto sola. La abuela está muy mal. No come bien, se quiere ir todo el tiempo…
—Aguanta un poco más —me dijo él—. Mariana todavía no quiere volver. Además, tú eres enfermera, sabes cómo cuidarla.
Colgué furiosa. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que resolverlo todo? ¿Por qué nadie más podía hacerse cargo?
Las semanas pasaron y la situación empeoró. La abuela empezó a confundirse más seguido; una vez intentó salir a la calle en bata de baño, otra vez se puso a llorar porque no encontraba a su mamá (muerta hace más de cincuenta años).
Una tarde, mientras le daba de comer, me miró fijamente y me dijo:
—¿Tú eres Alicia? ¿O eres Carmen?
Sentí un nudo en la garganta. Carmen era mi mamá. Por un momento quise gritarle que sí, que era Carmen y que todo iba a estar bien. Pero solo le sonreí y le acaricié la mano.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si algún día mis hijos harían lo mismo conmigo: pasarme de casa en casa, olvidando quién fui, hasta que solo quedara una sombra sentada junto a una ventana.
Un domingo por la mañana, Bruno apareció sin avisar. Venía solo, sin Mariana ni los niños.
—Vengo por la abuela —dijo serio—. Mariana dice que ya es suficiente.
No supe si sentir alivio o tristeza. Ayudé a mi abuela a empacar sus pocas cosas. Antes de irse, me abrazó fuerte y susurró:
—Gracias… Carmen.
Me quedé parada en la puerta viendo cómo se alejaban en el auto de Bruno. Sentí un vacío enorme en el pecho.
Esa tarde salí a caminar por el barrio. Doña Rosa me saludó desde su jardín:
—¡Alicia! ¿Ya se fue tu abuelita? Pobrecita… ojalá alguien la cuide bien.
No supe qué responderle. Solo asentí y seguí caminando.
Ahora, cada vez que paso por esa ventana vacía donde ella solía sentarse, me pregunto: ¿Hicimos lo suficiente por ella? ¿O solo cumplimos con lo mínimo para acallar nuestra culpa?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con quienes nos dieron la vida?