El fin de semana que nunca fue mío
—¡Mariana, ¿vas a dejar que tu suegra mande en tu casa otra vez?! —me gritó mi hermana Lucía por teléfono, mientras yo, con el celular pegado a la oreja y el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho, miraba la lista de compras que había hecho para el fin de semana.
Ese viernes por la tarde, después de una semana agotadora en la oficina de contabilidad en el centro de Bogotá, solo quería llegar a casa, ponerme la pijama y ver una novela con mi esposo Andrés. Pero entonces sonó el teléfono. Era doña Rosa, mi suegra. Su voz, siempre tan firme y dulce a la vez, me saludó con ese tono que uno ya sabe que trae problemas disfrazados de cariño.
—Marianita, ¿cómo estás, mi niña? —empezó—. Mira, necesito pedirte un favorcito… Es que tu cuñado Julián viene con su esposa y los niños desde Medellín y no tienen dónde quedarse. ¿Será que pueden pasar el fin de semana en tu casa? Tú sabes que aquí en el apartamento no cabemos todos…
Sentí cómo se me apretaba el estómago. No era la primera vez. Desde que Andrés y yo nos casamos hace tres años, doña Rosa había encontrado mil maneras de convertir nuestra casa en una extensión de la suya. Y Andrés, con ese amor incondicional por su mamá, nunca le decía que no.
—Claro, doña Rosa —respondí con una voz que no era mía—. Aquí los esperamos.
Colgué y me quedé mirando el techo. Mi fin de semana soñado se desvanecía como el vapor del café en la mañana. Andrés llegó poco después y lo primero que hizo fue abrazarme por detrás.
—¿Qué te pasa, amor? —preguntó.
—Tu mamá llamó —dije sin mirarlo—. Julián y su familia vienen a quedarse este fin de semana.
Andrés suspiró. Sabía lo que eso significaba: limpiar la casa como si fuera a venir el presidente, cocinar para diez personas y sonreír aunque por dentro quisiera gritar.
—Mi mamá solo quiere ayudar —intentó justificarse—. Además, Julián no tiene dónde quedarse.
—¿Y nosotros sí? —le respondí, con un nudo en la garganta—. ¿Cuándo vamos a tener un fin de semana para nosotros?
Andrés bajó la mirada. No dijo nada más.
El sábado amaneció lluvioso. A las ocho ya estaba en la cocina preparando arepas y chocolate caliente. Los niños de Julián corrían por toda la casa, tirando cojines y gritando como si estuvieran en un parque. Su esposa, Carolina, apenas me saludó antes de encerrarse en el cuarto de huéspedes con su celular.
Doña Rosa llegó al mediodía con bolsas llenas de comida y órdenes para todos.
—Mariana, pon a hervir esto. Andrés, mueve ese mueble para allá. Lucía, ayúdame con las ensaladas —decía mientras caminaba como una general en campaña.
Mi hermana Lucía me miró desde la cocina y susurró:
—¿Hasta cuándo vas a dejar que te pasen por encima?
No supe qué responderle. Sentía rabia, pero también culpa. En mi familia siempre me enseñaron a ser buena anfitriona, a no decir que no, a poner las necesidades de los demás antes que las mías. Pero esa tarde, mientras lavaba platos y escuchaba las risas ajenas en mi propia sala, sentí que algo dentro de mí se rompía.
Por la noche, cuando todos dormían, salí al balcón con una taza de café frío. Andrés se me acercó en silencio.
—Perdón —me dijo—. Sé que esto no es justo para ti.
Las lágrimas me ardían en los ojos.
—No quiero pelear contigo ni con tu familia —susurré—. Pero siento que esta casa nunca es nuestra. Siempre hay alguien más decidiendo por nosotros.
Andrés me abrazó fuerte. Por primera vez lo sentí tan cansado como yo.
El domingo fue peor. Doña Rosa decidió organizar una comida familiar e invitó a más parientes sin avisar. La casa olía a guiso y sudor; los niños peleaban por el control del televisor; Carolina se quejaba del colchón; Julián preguntaba si había cerveza fría.
En un momento, mientras recogía los platos sucios y escuchaba cómo doña Rosa criticaba la decoración del apartamento frente a sus amigas —»Mariana tiene buen gusto pero le falta calidez»— sentí que ya no podía más.
Solté los platos en el fregadero y salí al patio trasero. Lucía me siguió.
—Tienes que poner límites —me dijo—. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.
Me senté en una silla plástica y lloré como hacía años no lloraba. Lloré por mi casa invadida, por mis sueños postergados, por ese amor que parecía exigir siempre más de lo que podía dar.
Esa noche, cuando todos se fueron y el silencio volvió a reinar en el apartamento, Andrés se sentó junto a mí en la cama.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó él esta vez.
Lo miré largo rato antes de responder.
—No sé —dije—. Pero no quiero seguir viviendo así. Quiero sentir que este es nuestro hogar, no una pensión familiar.
Andrés asintió y me tomó la mano.
Hoy escribo esto mientras miro el reloj y sé que pronto volverá a sonar el teléfono con otra petición inesperada. Me pregunto: ¿cuándo aprenderemos a decir «no» sin sentirnos malos hijos o malas personas? ¿Cuántas veces más tendremos que sacrificar nuestra paz para complacer a los demás?
¿Ustedes también han sentido alguna vez que su hogar ya no les pertenece? ¿Cómo encontraron el valor para poner límites sin perder el amor?