Cuando ayudar duele: La historia de mi sacrificio y desilusión
—¿Por qué siempre tienes que ser tan egoísta, Mariana? —gritó Lucía, mi hermana menor, mientras la puerta de su cuarto se cerraba de un portazo que retumbó en toda la casa.
Me quedé paralizada en el pasillo, apretando los puños hasta que las uñas se me clavaron en las palmas. Sentí cómo la rabia y la tristeza me subían por la garganta, pero no lloré. No podía darme ese lujo. No después de todo lo que había hecho por ella.
Desde que éramos niñas en nuestro pequeño departamento en Barranquilla, mamá siempre decía: “Mariana, tú eres la mayor, tienes que cuidar a tu hermana”. Y yo lo hice. Cuando papá se fue con otra mujer y mamá tuvo que trabajar doble turno en el hospital, fui yo quien preparó la cena, ayudó con las tareas y calmó los miedos nocturnos de Lucía. Fui madre, hermana y amiga. Y cuando llegó el momento de elegir universidad, rechacé mi beca para estudiar literatura en Bogotá porque Lucía necesitaba que alguien la acompañara en casa. Ella era frágil, decían todos. Yo era fuerte.
Pero nadie preguntó si quería ser fuerte. Nadie me preguntó si tenía miedo o si también soñaba con algo más que este barrio donde las paredes sudan humedad y los vecinos pelean por el volumen de la música.
Lucía siempre fue brillante. Ganó concursos de matemáticas, fue reina del colegio y todos apostaban a que llegaría lejos. Yo la aplaudía desde la sombra, con una sonrisa forzada y el corazón apretado. Cuando consiguió una beca para estudiar medicina en la Universidad del Norte, mamá lloró de orgullo. Yo también lloré, pero no por felicidad.
—Mariana, ¿puedes ayudarme con este trabajo? —me pedía Lucía cada semana—. Es que tú escribes tan bonito…
Y yo lo hacía. Redactaba sus ensayos, corregía sus cartas de motivación, hasta le escribí un poema para un concurso universitario. Ganó el primer lugar. Nadie supo nunca que era mío.
La pelea de hoy empezó porque le pedí a Lucía que lavara los platos. Solo eso. Mamá estaba de turno nocturno y yo había cocinado para las dos después de trabajar diez horas en la papelería del barrio. Pero Lucía tenía que estudiar para un examen importante y no podía perder tiempo en “cosas insignificantes”.
—Siempre te haces la víctima —me gritó—. Si no te gusta tu vida, es tu culpa.
Sentí como si me hubieran dado una bofetada. ¿Era mi culpa? ¿Era mi culpa haber renunciado a mis sueños para sostener los suyos?
Esa noche no dormí. Me senté frente a mi cuaderno viejo y escribí una carta que nunca le entregué:
“Querida Lucía,
No sé en qué momento dejé de ser tu hermana para convertirme en tu sombra. No sé cuándo mis sueños se volvieron menos importantes que los tuyos. Solo sé que estoy cansada.”
Al día siguiente, mientras preparaba café, mamá llegó temprano del hospital. Tenía ojeras profundas y el uniforme arrugado.
—¿Qué pasa entre ustedes? —preguntó sin rodeos.
Le conté todo. Por primera vez en años, hablé sin miedo a parecer egoísta. Mamá me miró como si recién me viera.
—Ay, hija… —suspiró—. Yo solo quería que se cuidaran mutuamente. Nunca quise que te olvidaras de ti misma.
Pero ya era tarde para volver atrás.
Esa tarde salí a caminar por el malecón del río Magdalena. El viento cálido me despeinaba y sentí una libertad extraña, como si por fin pudiera respirar sin cargar el peso de otra persona sobre mis hombros.
Me encontré con Camila, una amiga de la infancia que ahora daba talleres de escritura en una fundación cultural.
—Mariana, ¿por qué no vienes un día? Necesitamos gente creativa como tú —me dijo con una sonrisa sincera.
Por primera vez en mucho tiempo sentí una chispa de ilusión. ¿Y si intentaba vivir para mí? ¿Y si dejaba de ser solo el soporte de Lucía?
Esa noche llegué a casa decidida a hablar con mi hermana. La encontré llorando en su cuarto.
—Perdón —me dijo entre sollozos—. Sé que no sería nadie sin ti… pero me da miedo perderte si empiezas a pensar en ti misma.
Me senté a su lado y la abracé. Lloramos juntas por todo lo no dicho, por los años perdidos y los sueños postergados.
—No quiero dejarte atrás —le susurré—, pero tampoco quiero seguir olvidándome de mí.
Lucía asintió y me tomó la mano.
—Prometo intentar ser menos egoísta… pero prométeme que vas a luchar por tus sueños también.
No fue fácil cambiar la dinámica entre nosotras. A veces recaíamos en viejos patrones: yo resolviendo sus problemas, ella esperando mi ayuda incondicional. Pero poco a poco aprendimos a poner límites.
Empecé a asistir a los talleres de Camila y escribí mi primer cuento corto sobre dos hermanas que se pierden y se encuentran en medio del caos familiar. Lo leí en voz alta frente a desconocidos y sentí un orgullo inmenso.
Mamá vino a verme una tarde y lloró al escucharme leer:
—Esa eres tú, Mariana… Por fin te veo —me dijo abrazándome fuerte.
Lucía también vino un día. Me aplaudió desde la primera fila y después me abrazó largo rato sin decir nada.
Hoy sigo viviendo con ellas, pero ya no soy solo el soporte invisible. Ahora soy Mariana: hermana, hija… y escritora.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han dejado sus sueños para sostener los de otros? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor? ¿O es hora de empezar a amarnos también a nosotras mismas?
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llegarían por su familia?