Cuando Nadie Viene: La Historia de un Hermano Olvidado

—¿Vas a venir o no, Lucía? —La voz de mi madre sonó seca al teléfono, como si cada palabra le costara una herida más.

Miré el reloj: las 5:47 de la tarde. Afuera, el cielo de Ciudad de México se teñía de naranja sucio entre los edificios. El tráfico rugía abajo, pero en mi departamento solo reinaba el silencio. Mi hermano, Santiago, salía hoy del hospital psiquiátrico después de tres meses internado. Y nadie más quería ir por él.

Me quedé mirando la pantalla del celular, sintiendo el peso de los años sobre los hombros. ¿Por qué tenía que ser yo? ¿Por qué siempre yo? Santiago y yo éramos dos extraños bajo el mismo apellido. Desde niños, él fue el hijo problemático: las peleas en la escuela, las mentiras, los gritos en casa. Yo era la que recogía los pedazos, la que escuchaba a mamá llorar en la cocina mientras papá se encerraba en su cuarto con una botella de tequila.

—Lucía, por favor —insistió mi madre—. No puedo dejar el trabajo y tu papá… ya sabes cómo está.

Claro que sabía. Papá no había vuelto a hablarle a Santiago desde aquella noche en que lo encontró robando dinero de su cartera para comprar quién sabe qué. Desde entonces, todo fue silencio y puertas cerradas.

Colgué sin responder. Me senté en la cama y apreté los ojos hasta que sentí las lágrimas amenazar. ¿Por qué tenía que cargar con todo? ¿Por qué nadie más podía hacerse responsable?

Recordé la última vez que vi a Santiago: estaba demacrado, con la mirada perdida y las manos temblorosas. Me pidió perdón entre sollozos, pero yo no pude decir nada. Solo quería salir corriendo.

El teléfono vibró otra vez. Un mensaje de mamá: “Por favor, hija. Hazlo por mí”.

Respiré hondo y me levanté. Me puse la chaqueta y salí al pasillo, bajando las escaleras como si cada peldaño fuera una sentencia. Afuera, el aire olía a gasolina y tortillas quemadas. Tomé el metro rumbo al hospital, sintiendo que cada estación me acercaba más a una herida abierta.

Cuando llegué al hospital, el guardia me miró con lástima. —¿Vienes por Santiago Ramírez? —asentí—. Está en la sala de espera.

Entré y lo vi sentado, encorvado sobre sus rodillas, con una bolsa plástica en las manos. Al verme, levantó la cabeza y sonrió tímidamente.

—Hola, Lucía —su voz era apenas un susurro.

No supe qué decirle. Me quedé parada frente a él, sintiendo una mezcla de rabia y compasión.

—¿Listo? —pregunté seca.

Asintió y se puso de pie. Caminamos en silencio hasta la salida. Afuera, el sol ya se escondía y la ciudad parecía tragarse nuestros pasos.

—Gracias por venir —murmuró Santiago mientras esperábamos el taxi.

No respondí. Miré hacia otro lado, fingiendo interés en los autos que pasaban.

En el taxi, Santiago miraba por la ventana como si nunca hubiera visto la ciudad. Yo solo pensaba en mamá, en papá, en todas las veces que me tocó ser fuerte mientras ellos se desmoronaban.

—¿Vas a llevarme a casa? —preguntó de pronto.

—No sé si mamá quiere verte ahí —respondí sin mirarlo.

Santiago bajó la cabeza. El silencio se hizo espeso entre nosotros.

Llegamos al departamento de mamá. Ella nos esperaba en la puerta, nerviosa, con las manos apretadas contra el pecho.

—Santi… —susurró al verlo.

Él intentó abrazarla pero ella retrocedió un paso. —Vamos a hablar primero —dijo seria—. No quiero problemas otra vez.

Entramos y papá ni siquiera salió del cuarto. El televisor sonaba fuerte tras la puerta cerrada.

Nos sentamos en la mesa del comedor. Mamá sirvió café pero nadie lo tocó.

—Santiago —empezó ella—, esta es tu última oportunidad. Si vuelves a meterte en problemas…

—Lo sé, mamá —la interrumpió él—. Solo quiero estar bien…

Yo los miraba desde mi silla sintiéndome invisible y al mismo tiempo responsable de todo lo que pasaba ahí. Recordé las noches en que dormía con miedo a que Santiago no regresara o que papá explotara de furia otra vez.

—¿Y tú qué piensas, Lucía? —preguntó mamá de pronto.

Me tomó por sorpresa. Sentí todas las palabras atoradas en la garganta: el cansancio, el enojo, el miedo…

—No sé… —dije al fin—. Estoy cansada de ser siempre yo la que arregla todo…

Santiago me miró con ojos tristes.—Perdón…

—No basta con pedir perdón —le dije—. Tienes que demostrarlo.

Él asintió en silencio.

Esa noche dormí en mi antigua habitación, escuchando los murmullos de mamá y los pasos pesados de papá por el pasillo. Sentí rabia por todo lo que nos había pasado como familia: los secretos, las culpas no dichas, los abrazos negados por orgullo o miedo.

A la mañana siguiente encontré a Santiago sentado en la cocina con una taza de café frío entre las manos.

—¿Puedo quedarme aquí unos días? —me preguntó sin mirarme.

No supe qué responderle. Sabía que si decía sí, volvería a cargar con todo; si decía no, lo estaría abandonando como todos los demás.

Me senté frente a él y lo miré a los ojos.—Solo si prometes buscar ayuda… y no volver a mentirnos nunca más.

Santiago asintió con lágrimas en los ojos.—Gracias…

En ese momento entendí que perdonar no es olvidar ni justificar; es decidir no dejar que el pasado siga dictando nuestro futuro.

Ahora me pregunto: ¿cuántos hermanos olvidados hay allá afuera esperando una segunda oportunidad? ¿Cuántas familias siguen rotas porque nadie se atreve a dar el primer paso?