El departamento que nunca fue mío: Entre el amor y la traición familiar
—¡No puedo creer que me estés pidiendo esto, Mariana! —grité, con la voz quebrada, mientras mi madre me miraba con los ojos llenos de lágrimas desde el otro lado de la mesa.
Era una tarde húmeda en Buenos Aires, y el calor parecía pegarse a las paredes del pequeño comedor. Mariana, la esposa de mi hermano Julián, tenía esa mirada fría y calculadora que siempre me ponía nerviosa. Mi madre, doña Rosa, se retorcía las manos, suplicando en silencio que no hiciera una escena. Pero ¿cómo no hacerla? ¿Cómo quedarse callada cuando te piden que regales el único techo que has logrado conseguir con años de sacrificio?
Todo empezó unos meses atrás, cuando papá falleció y la familia quedó partida en mil pedazos. El departamento donde vivía era pequeño, pero era mío. Lo compré trabajando doble turno en el hospital, ahorrando cada peso, renunciando a salidas, a ropa nueva, a todo lo que no fuera estrictamente necesario. Pero para Mariana, eso no importaba.
—Mirá, Lucía —dijo ella con voz suave pero firme—, vos sabés que Julián y yo estamos esperando a nuestro segundo hijo. El alquiler se nos va por las nubes y vos tenés ese departamento tan grande para vos sola…
—No es grande —la interrumpí—. Es un dos ambientes. Apenas me alcanza para vivir cómoda.
Mi hermano Julián evitaba mirarme. Siempre fue así: cuando las cosas se ponían difíciles, prefería mirar para otro lado. Pero esa tarde, sentí que me traicionaba de una forma que nunca imaginé.
—Lu, pensalo… Somos familia —dijo él por fin, casi en un susurro.
Mi madre se levantó y me tomó la mano. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar.
—Hija, por favor… Ayudalos. Mariana está embarazada y no tenemos cómo ayudarlos nosotros. Vos sos la única que puede hacer algo.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que ceder? ¿Por qué mi esfuerzo valía menos solo porque era mujer, porque no tenía hijos, porque estaba sola?
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada sacrificio, cada guardia extra en el hospital, cada vez que me negué un gusto para poder pagar la hipoteca. Recordé a papá diciéndome: «Este departamento es tuyo, Lucía. Nadie te lo regaló». Pero ahora todos parecían olvidarlo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana empezó a llamarme todos los días:
—¿Ya pensaste lo del departamento? Mirá que si no nos ayudás vamos a tener que irnos a vivir con tu mamá y vos sabés cómo está de salud…
La culpa me carcomía por dentro. Mi madre dejó de hablarme salvo para pedirme lo mismo: «Hija, hacelo por tu hermano». Empecé a sentirme una extraña en mi propia casa. En el hospital, mis compañeras notaban mi tristeza.
—¿Qué te pasa, Lu? —me preguntó Valeria una tarde en la sala de descanso.
No pude evitarlo y rompí en llanto. Le conté todo. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—No podés regalar tu vida solo porque ellos lo exigen. Vos también tenés derecho a ser feliz.
Pero en mi familia nadie parecía entenderlo. Un domingo, durante el almuerzo familiar, Mariana hizo su jugada final delante de todos:
—Lucía todavía no nos da una respuesta —dijo, mirando a todos como si yo fuera una egoísta sin corazón—. Pero bueno… supongo que algunos prefieren tener cosas antes que ayudar a su propia sangre.
Sentí todas las miradas sobre mí. Mi tía Marta murmuró algo sobre «las mujeres solas y egoístas». Mi primo Sergio bajó la cabeza. Nadie me defendió.
Me levanté de la mesa y salí corriendo al patio. Julián me siguió.
—Lu…
—¿Qué querés que haga? —le grité— ¿Que me quede en la calle para que vos estés cómodo? ¿Eso es lo que esperás de mí?
Él no supo qué decir. Solo bajó la cabeza y murmuró:
—Es difícil para todos…
Esa noche tomé una decisión. Llamé a mamá y le dije:
—No voy a regalarles mi departamento. Lo siento si eso te duele, pero es lo único que tengo y nadie sabe lo que me costó conseguirlo.
Mi madre lloró mucho y me dijo palabras duras: «Nunca pensé que fueras tan fría». Mariana dejó de hablarme y Julián apenas me manda mensajes secos para saber cómo está mamá.
Me quedé sola. Pero también sentí una paz nueva: por primera vez puse un límite.
Hoy sigo viviendo en mi pequeño departamento. A veces extraño a mi familia, pero aprendí que el amor no debe ser sinónimo de sacrificio eterno ni de renuncia a uno mismo.
¿Hasta dónde debemos ceder por la familia? ¿Cuándo es justo decir basta? Me gustaría saber si alguna vez sintieron algo parecido…