El día que llegó Luna: Cuando el amor no basta
—¡No, Luna! ¡No te subas ahí!—grité mientras veía cómo la perrita, empapada y temblorosa, saltaba sobre el sofá nuevo que tanto me había costado comprar. Era la tercera vez en una semana que la encontraba haciendo travesuras, y mi paciencia, ya de por sí escasa, se agotaba a pasos agigantados.
Hasta hace poco, mi vida era un reloj: despertador a las seis, café negro, radio encendida con las noticias de la mañana, y luego el trabajo remoto desde mi pequeño departamento en el centro de Medellín. Nadie me esperaba al volver, nadie me reclamaba nada. Todo era mío: mi tiempo, mi espacio, mi silencio. Pero esa noche lluviosa de abril, cuando escuché los gemidos en la calle y vi a esa bolita de pelos mojados temblando bajo el portón del edificio, algo en mí se quebró.
—¿Y ahora qué hago contigo?—le pregunté mientras la envolvía en una toalla vieja. Sus ojos grandes y tristes me miraron como si supiera que yo era su última esperanza. La llevé al veterinario al día siguiente; tenía sarna, pulgas y una herida fea en la pata. Gasté más de lo que podía permitirme en medicinas y comida especial. Pensé que sería temporal, solo hasta que encontrara alguien que la adoptara. Pero los días pasaron y nadie apareció.
Mi mamá fue la primera en enterarse.
—¿Una perra? ¿Estás loco, Julián? Si apenas puedes con tus cosas…
—Mamá, no podía dejarla ahí. Además, es solo por un tiempo.
—Eso dices ahora. Después te encariñas y mira…
Tenía razón. Me encariñé. Pero también empecé a sentirme atrapado. Luna lloraba cuando salía al supermercado; destrozó mis zapatos favoritos; una vez se comió mi almuerzo antes de que yo pudiera probarlo. Mis amigos dejaron de visitarme porque «todo olía a perro» y porque «ya no eras el mismo Julián de antes». Mi hermana Camila me reclamó:
—¿Por qué tienes que complicarte la vida? Si siempre has sido tan ordenado…
Pero yo no podía dejarla ir. Había algo en su lealtad silenciosa que me hacía sentir menos solo. Sin embargo, la presión crecía. El casero me advirtió:
—Aquí no se permiten mascotas grandes. Si sigue así, tendrás que buscar otro lugar.
Las noches se volvieron largas. Luna lloraba por pesadillas o por hambre; yo me levantaba cansado al día siguiente para trabajar. Empecé a fallar en el trabajo; mi jefe me llamó la atención por distraído. Un día, mientras intentaba concentrarme en una videollamada importante, Luna empezó a ladrar sin parar porque un vecino pasó por el pasillo.
—¿Podrías callar a ese perro?—me escribió mi jefe por chat privado.
Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?
Un sábado por la tarde, después de limpiar otro desastre de Luna (esta vez había roto una bolsa de basura y esparcido todo por la sala), exploté.
—¡No puedo más! ¡Me estás volviendo loco!—le grité con lágrimas en los ojos.
Ella solo bajó las orejas y se escondió bajo la mesa.
Me sentí el peor ser humano del mundo. ¿No era esto lo que había elegido? ¿No era yo quien siempre decía que los animales merecen una oportunidad?
Decidí pedir ayuda. Llamé a mi tía Gloria, que vive en las afueras de la ciudad y siempre ha tenido perros.
—Tráela unos días, Julián. Descansa tú también.
La llevé con el corazón apretado. Luna corrió feliz por el jardín enorme, olfateando cada rincón como si hubiera llegado al paraíso. Yo me sentí aliviado… y vacío.
Los días sin Luna fueron extraños: dormí mejor, mi casa estaba limpia, pero el silencio era insoportable. Nadie movía la cola cuando llegaba, nadie me miraba con esos ojos llenos de confianza ciega.
Un domingo fui a visitarla. Luna me reconoció al instante y saltó sobre mí como si hubieran pasado años. Mi tía me miró con ternura:
—A veces el amor no basta para resolverlo todo, Julián. Pero sí para intentarlo una vez más.
Decidí traerla de vuelta conmigo, pero esta vez busqué ayuda profesional: adiestramiento básico, rutinas más estrictas, paseos diarios aunque lloviera o estuviera cansado. Aprendí a pedir favores a los vecinos cuando tenía reuniones importantes; incluso logré convencer al casero de dejarme quedarme si prometía mantener todo limpio y sin ruidos excesivos.
Pero la vida no es una película con final feliz garantizado. Un día Luna enfermó gravemente; los veterinarios dijeron que era algo congénito y que poco podía hacerse. Luché con todas mis fuerzas: gasté lo que no tenía en tratamientos, busqué milagros en internet, recé como nunca antes lo había hecho.
La última noche que estuvo conmigo, Luna apoyó su cabeza en mis piernas y me miró largo rato. Sentí que me pedía permiso para irse. Lloré como un niño cuando finalmente se durmió para siempre.
Hoy mi casa está otra vez silenciosa y ordenada… pero ya no es igual. A veces creo escuchar sus patitas corriendo por el pasillo o su respiración tranquila mientras duermo.
Me pregunto si hice lo correcto al traerla a mi vida o si solo le di más sufrimiento del necesario. ¿Vale la pena amar aunque duela tanto perder? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?