El verano en el lago que me enseñó a decir no

—¿Otra vez vienen tus tías este fin de semana? —le pregunté a Julián mientras miraba por la ventana la bruma que se levantaba sobre el Lago de Coatepeque. Mi voz temblaba, no de frío, sino de cansancio. Apenas llevábamos tres meses en la casa nueva y ya sentía que el sueño de paz se me escurría entre los dedos.

Julián suspiró, sin mirarme. —Es que dicen que aquí se respira mejor, que el aire del lago les hace bien. Y tú sabes cómo es mi mamá, si le digo que no, se ofende.

Me mordí el labio para no gritar. Desde que dejamos San Salvador para mudarnos a este rincón de El Salvador, pensé que por fin podríamos tener tiempo para nosotros. Pero la noticia corrió como pólvora: «Julián y Camila tienen casa en el lago». Y entonces, cada fin de semana, llegaban: la tía Rosa con sus tres hijos gritones, el primo Ernesto con su esposa y su perro, la abuela Lidia con su bastón y su lista interminable de quejas.

—Camila, ¿por qué no haces más pupusas? —me gritaba Rosa desde la terraza—. ¡A los niños les encantan!

Yo sonreía, aunque por dentro sentía una rabia sorda. ¿Por qué nadie preguntaba si yo quería cocinar? ¿Por qué nadie entendía que esta casa era nuestro refugio, no un hotel?

Las primeras semanas intenté ser amable. Preparaba café, horneaba pan dulce, ponía música suave para crear ambiente. Pero pronto la casa se llenó de risas estridentes, discusiones políticas entre los primos y el incesante ir y venir de sandalias mojadas por toda la sala.

Una tarde, mientras recogía platos sucios y escuchaba a Ernesto discutir con Julián sobre quién debía pagar la gasolina del viaje, sentí una punzada en el pecho. Me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. ¿Esta era la vida tranquila que había soñado?

Esa noche, después de que todos se fueron, Julián me encontró llorando en la cocina.

—No puedo más —le dije—. Siento que esta casa ya no es nuestra.

Él me abrazó, pero su abrazo era tibio, como si no supiera qué hacer con mi tristeza.

Al día siguiente, recibí un mensaje de mi mamá: «Hija, tu tía Marta quiere ir este fin de semana con sus amigas. ¿Les puedes preparar algo rico?» Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué todos asumían que yo estaba aquí solo para servirles?

Esa noche soñé que el lago crecía y crecía hasta inundar la casa. Me desperté empapada en sudor.

El sábado siguiente llegaron Marta y sus amigas. Trajeron cervezas y bocadillos, pero pronto comenzaron a pedirme café, toallas limpias y hasta que les organizara una excursión en lancha. Cuando una de ellas me pidió que le planchara una blusa porque «no trajo plancha», algo dentro de mí se rompió.

—No puedo —le dije, con voz firme—. Estoy cansada y esta casa no es un hotel.

El silencio cayó como una losa. Marta me miró como si nunca hubiera visto a esta versión de mí.

—Ay, Camila —dijo al fin—, solo era una blusa.

—No es solo una blusa —respondí—. Es todo esto. Yo también quiero disfrutar mi casa, mi tiempo. No vine al lago para ser la sirvienta de nadie.

Las amigas cuchichearon. Marta me miró con reproche. Pero por primera vez sentí alivio en vez de culpa.

Esa noche Julián me abrazó más fuerte.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí —le respondí—. Por fin dije lo que tenía que decir.

Los días siguientes fueron tensos. Mi mamá me llamó para decirme que Marta estaba dolida. Que en la familia siempre nos ayudamos y compartimos todo.

—¿Y quién me ayuda a mí? —le pregunté—. ¿Quién piensa en lo que yo necesito?

Mi mamá guardó silencio. Por primera vez sentí que mis palabras habían hecho eco.

Poco a poco las visitas disminuyeron. Algunos familiares dejaron de hablarme por un tiempo; otros comenzaron a preguntar antes de venir. Aprendí a decir: «Este fin de semana queremos estar solos» o «Hoy no puedo atender visitas».

No fue fácil. A veces sentí culpa, otras veces miedo de quedarme sola. Pero también descubrí la paz: desayunos tranquilos con Julián mirando el lago, tardes leyendo bajo los árboles, noches sin discusiones ni gritos infantiles.

Un día Rosa me llamó para invitarme a su casa en San Salvador.

—¿Vas a venir? —me preguntó.

Sonreí al teléfono.

—Esta vez sí —le dije—. Pero solo si no tengo que cocinar yo.

Ambas reímos. Sentí que algo había cambiado entre nosotras: ahora había respeto por mis límites.

Hoy miro el lago desde mi terraza y pienso en todo lo que costó llegar aquí: lágrimas, peleas, silencios incómodos. Pero también pienso en lo necesario que fue aprender a decir no.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto poner límites a la familia? ¿Cuántas veces hemos sacrificado nuestra paz por miedo a decepcionar a los demás? ¿Y si aprender a decir no fuera el primer paso para realmente vivir la vida que soñamos?