Entre la deuda y la libertad: Mi vida con mamá
—¡Mariana! ¿Por qué no me contestas? —la voz de mi mamá retumbó desde el cuarto, quebrada por el dolor y la impaciencia. Yo estaba en la cocina, con las manos temblorosas sobre el fregadero, mirando cómo el agua caía y caía, como si pudiera lavar mis pensamientos junto con los platos sucios.
Tenía veintisiete años y, hasta hace unos meses, soñaba con mudarme a Buenos Aires para estudiar teatro. Pero la vida tenía otros planes: una mañana cualquiera, mamá se desmayó en el mercado y desde entonces nada volvió a ser igual. El diagnóstico fue claro: diabetes avanzada y complicaciones renales. Desde ese día, mi mundo se redujo a los muros de nuestra casa en Lanús, a los turnos médicos y a la eterna pelea con mi hermano Pablo, que solo llamaba para preguntar si todo seguía igual.
—Ya voy, má —respondí, tragando saliva. Me sequé las manos y caminé hacia su cuarto. Ella estaba sentada en la cama, con la mirada perdida en la ventana. Su cabello, antes negro y fuerte, ahora tenía mechones grises y caía en desorden sobre sus hombros.
—¿Me traés el té? —me pidió, bajito. Asentí y salí rápido, como si huyera de su fragilidad.
A veces sentía rabia. No por ella, sino por la situación. ¿Por qué tenía que ser yo? ¿Por qué Pablo podía seguir con su vida en Córdoba y yo tenía que quedarme aquí? Pero después me sentía culpable. Mamá me crió sola desde que papá se fue con otra mujer cuando yo tenía cinco años. Ella trabajó de costurera, cosiendo hasta la madrugada para que no nos faltara nada. ¿Cómo iba a abandonarla ahora?
Esa noche, mientras le cambiaba las vendas del pie —la diabetes le había causado una úlcera—, mamá me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Perdoname, hija. No quería ser una carga para vos.
Sentí un nudo en la garganta. Le acaricié la mano y le mentí:
—No sos una carga, má. Estoy acá porque te quiero.
Pero por dentro gritaba. Quería salir corriendo, quería bailar en un escenario, quería enamorarme sin miedo a dejarla sola.
Las semanas pasaron y la rutina se volvió asfixiante. Me levantaba a las seis para preparar el desayuno, le daba sus medicamentos, la ayudaba a bañarse y después iba a trabajar medio turno en una librería del barrio. Volvía al mediodía para cocinarle algo liviano y después me sentaba a estudiar guiones viejos, soñando con otra vida.
Una tarde, mientras leía en voz alta para mamá —le gustaban las novelas de Laura Esquivel—, Pablo llamó por videollamada.
—¿Cómo está todo? —preguntó, sin mirar realmente la pantalla.
—Igual que siempre —respondí seca.
Mamá intentó sonreírle:
—Hola, hijo. ¿Cuándo venís a vernos?
—Ahora estoy complicado con el laburo… pero pronto voy —mintió él.
Cuando cortó, mamá suspiró:
—No lo juzgues. Él también tiene su vida.
Yo apreté los dientes. ¿Y yo? ¿Mi vida no cuenta?
Esa noche discutimos fuerte. Me cansé de callar.
—¡Siempre lo defendés! ¡Nunca le pedís nada! ¡Todo cae sobre mí!
Mamá me miró como si no me reconociera.
—No te obligo a quedarte —dijo bajito—. Si querés irte…
Me fui a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.
Al día siguiente, Pablo llamó otra vez. Esta vez le grité:
—¡No podés seguir haciéndote el boludo! ¡Mamá también es tuya! ¡Venite aunque sea un fin de semana!
Él se quedó callado unos segundos y después cortó sin decir nada.
Los días siguientes fueron un infierno de silencios incómodos y miradas tristes. Mamá apenas hablaba y yo me sentía peor que nunca. Empecé a soñar despierta con escapar: imaginaba tomar un colectivo hasta Retiro y perderme entre los teatros del centro porteño.
Una tarde, mientras lavaba la ropa en el patio, escuché a mamá llorar en su cuarto. Me acerqué despacio y la vi abrazando una foto vieja de los tres: ella, Pablo y yo en Mar del Plata, cuando todavía éramos una familia feliz.
—Perdoname —susurró—. Yo solo quiero que seas feliz.
Me senté a su lado y lloramos juntas. Por primera vez le dije lo que sentía:
—Tengo miedo de irme y que te pase algo… pero también tengo miedo de quedarme y perderme a mí misma.
Ella me abrazó con sus brazos débiles.
—No quiero que sacrifiques tu vida por mí —me dijo—. Pero tampoco quiero estar sola.
Esa noche llamé a Pablo otra vez. Le hablé sin gritar:
—Necesito que vengas. No puedo más sola.
Él llegó dos días después, con cara de culpa y flores baratas del kiosco de la esquina. Nos sentamos los tres en la mesa del comedor y hablamos por primera vez en años. Hablamos de turnos médicos, de repartirnos las tareas, de buscar una enfermera para algunos días… Hablamos también de nuestros miedos: el miedo de Pablo a no estar a la altura; el mío a perder mi libertad; el de mamá a quedarse sola o a ser una carga para nosotros.
No fue fácil ni perfecto. Hubo más peleas, más lágrimas… pero también hubo pequeños acuerdos: Pablo venía cada fin de semana; yo podía tomar clases de teatro dos veces por semana; contratamos a Doña Rosa —una vecina jubilada— para ayudar algunas tardes.
La casa seguía siendo pequeña y los problemas grandes… pero algo cambió: ya no estaba sola con mi culpa ni con mi rabia. Aprendí que pedir ayuda no es un fracaso; que amar también es poner límites; que cuidar no significa dejar de vivir.
Hoy escribo esto mientras mamá duerme la siesta y Pablo prepara mate en la cocina. No sé qué va a pasar mañana ni si algún día podré mudarme a Buenos Aires… pero ya no siento que me ahogo.
A veces me pregunto: ¿cuántas hijas e hijos viven atrapados entre el deber y sus propios sueños? ¿Cuántos callan por miedo o por culpa? ¿Y si nos animáramos a hablarlo más? ¿A pedir ayuda antes de rompernos por dentro?