Herencia de Recuerdos: El Viaje de Tomás y la Abuela Rosa
—¿Quién eres tú? —me preguntó mi abuela Rosa, con los ojos llenos de una confusión que me atravesó el pecho como un cuchillo. Era la tercera vez esa semana que olvidaba mi nombre, pero nunca antes lo había dicho con tanta desesperación. Yo, Tomás, su nieto favorito, el que siempre le traía pan dulce los domingos y escuchaba sus historias de cuando bailaba danzón en la plaza.
El departamento olía a café recalentado y a las flores marchitas que ella insistía en poner en la mesa, aunque ya no recordara quién se las llevaba. Desde que mi mamá murió, Rosa fue mi refugio, mi raíz. Pero ahora, con la herencia del departamento y su memoria desvaneciéndose como las fotos viejas en la repisa, sentía que todo lo que conocía se desmoronaba.
—Abuela, soy Tomás —le respondí, tragando saliva—. Tu nieto.
Ella me miró como si intentara ver a través de una neblina espesa. Sonrió, pero era una sonrisa triste, resignada.
—¿Y dónde está tu mamá? —preguntó, y yo sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—Se fue hace mucho, abuela. Ya solo quedamos tú y yo.
La rutina se volvió una mezcla de ternura y agotamiento. Cada mañana, le preparaba su café con leche y le ponía su canción favorita de Pedro Infante. A veces cantaba conmigo, otras solo miraba por la ventana, perdida en recuerdos que ya no podía compartir. Los vecinos murmuraban en el pasillo: «Pobre Tomás, tan joven y ya cargando con todo eso».
Mi tía Lucía venía cada quince días, siempre con prisa y una bolsa de pan. Se sentaba en la orilla del sillón, revisando el celular.
—Tomás, deberías buscarle un asilo. No puedes dejar que tu vida se detenga por esto —me decía sin mirarme a los ojos.
Pero yo no podía. ¿Cómo iba a dejar sola a la mujer que me enseñó a leer, que me cuidó cuando tenía fiebre y me defendió cuando mi papá se fue? Sentía rabia por la indiferencia de Lucía, pero también miedo: ¿y si tenía razón?
Las noches eran las peores. Rosa se levantaba desorientada, buscando a su esposo muerto hace veinte años. Yo la encontraba en el pasillo, temblando.
—No te vayas, abuela —le susurraba mientras la abrazaba—. Aquí estoy.
A veces lloraba en silencio, sintiendo que me ahogaba entre responsabilidades y recuerdos. Mis amigos dejaron de invitarme a salir; decían que siempre estaba cansado o triste. En la universidad, los profesores empezaron a notar mis ausencias. Un día, el profesor Ramírez me llamó después de clase.
—Tomás, sé por lo que estás pasando. Mi madre también tuvo Alzheimer. No tienes que cargar solo con esto.
Pero yo no quería ayuda. Sentía que aceptar ayuda era traicionar a mi abuela, como si admitir que no podía solo fuera un fracaso personal.
Un jueves cualquiera, Rosa desapareció. Salí del baño y no estaba en la sala. Corrí por las escaleras del edificio gritando su nombre. La encontré en la esquina, mirando los puestos del mercado como si buscara algo perdido hace años.
—¡Abuela! —grité con desesperación.
Ella me miró y por un segundo vi un destello de reconocimiento.
—Tomás… —susurró—. No me dejes sola.
La abracé fuerte, sintiendo su fragilidad contra mi pecho. Esa noche decidí pedir ayuda. Llamé a Lucía y le exigí que viniera más seguido. Busqué un grupo de apoyo para cuidadores y hablé con una trabajadora social del DIF.
No fue fácil. Hubo peleas familiares: Lucía quería vender el departamento para pagar un asilo privado; yo me negaba rotundamente. Mi primo Ernesto apareció reclamando parte de la herencia, aunque nunca visitó a Rosa ni una sola vez.
—Solo piensas en el dinero —le grité una tarde—. ¡Esta casa es más que ladrillos! ¡Es nuestra historia!
Las discusiones desgarraron lo poco que quedaba de nuestra familia. Pero también aprendí a poner límites y a pedir ayuda sin sentirme culpable.
El tiempo siguió su curso implacable. Rosa olvidó más cosas: primero los nombres, luego los rostros, después hasta cómo tomar la cuchara. Pero nunca olvidó cómo abrazar. Cada vez que sentía sus brazos alrededor mío, recordaba por qué seguía luchando.
Una tarde de lluvia, mientras le leía un poema de Jaime Sabines, Rosa me miró fijamente y dijo:
—Gracias por no dejarme sola.
Lloré sin vergüenza esa vez. Porque entendí que cuidar no es solo una carga; es también un acto de amor profundo, aunque duela.
Hoy el departamento está más silencioso. Rosa duerme casi todo el día. Yo sigo aquí, entre exámenes finales y trámites legales, aprendiendo a soltar poco a poco sin dejar de amar.
A veces me pregunto: ¿Cuántos jóvenes como yo están viviendo esto en silencio? ¿Cuántos sienten culpa por querer vivir su vida y miedo por dejar ir a quienes aman? ¿Hasta dónde llega el deber y dónde empieza el derecho a ser feliz?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es egoísmo pensar en uno mismo cuando el amor duele tanto?