Huéspedes sin invitación: El día que exploté en la casa de mi abuela

—¡Otra vez, Valeria! ¿No ves que apenas tenemos arroz para nosotros?— gritó mi abuela desde la cocina, mientras yo abría la puerta a los primos de mi mamá, esos que siempre llegaban sin avisar, con niños y hasta con el perro.

Sentí el sudor frío bajando por mi espalda. Era la cuarta vez en el mes que la casa se llenaba de gente sin invitación. Mi abuela, Doña Carmen, siempre decía que en esta casa nadie se iba sin comer, pero yo veía cómo su cara se endurecía cada vez que tocaban el timbre a la hora del almuerzo.

—Buenas tardes, tía Carmen. ¿Cómo está?— saludó tía Lucía, entrando como si fuera su casa. Detrás de ella venían sus hijos, su esposo y hasta la vecina nueva, una señora que apenas conocíamos.

—Pase, pase— respondí yo, forzando una sonrisa. Mi abuela me miró de reojo, y supe que estaba a punto de explotar.

En mi familia, la hospitalidad es sagrada. Crecí en un barrio de Lima donde nadie cerraba la puerta con llave y todos sabían qué había de almorzar en cada casa. Pero desde que mi abuelo murió, todo recayó sobre nosotras. Mi mamá se fue a trabajar a Chile y yo me quedé con mi abuela para ayudarla. Pero ayudarla significaba cocinar para veinte cuando solo había comida para dos.

Esa tarde, mientras revolvía el arroz con pollo, escuché las risas en la sala. Los niños corrían, los adultos hablaban fuerte y mi abuela apretaba los dientes. Cuando sirvió los platos, apenas alcanzó para todos. Yo me quedé sin comer.

—Valeria, ¿no vas a almorzar?— preguntó tía Lucía, llevándose el último trozo de pollo.

—No tengo hambre— mentí, sintiendo el estómago vacío y el corazón apretado.

Después del almuerzo, los invitados no se iban. Encendieron la televisión, pidieron café y hasta preguntaron si había panetón guardado. Mi abuela y yo nos miramos en silencio. Yo sabía que ella no diría nada; su orgullo era más grande que su cansancio.

Esa noche, mientras lavaba los platos, sentí una rabia que nunca antes había sentido. ¿Por qué teníamos que aguantar esto? ¿Por qué nadie pensaba en nosotras?

Al día siguiente, cuando vi a tía Lucía llegar otra vez con bolsas de ropa para «lavar rápido», supe que era el momento de poner un alto. Me encerré en el baño y lloré en silencio. Recordé a mi mamá diciéndome por teléfono: «No seas malcriada, hija. Así es la familia». Pero yo ya no podía más.

Esa tarde preparé mi plan. Cuando tocaron el timbre, respiré hondo y abrí la puerta con una sonrisa distinta.

—¡Hola!— saludé a los primos y a la vecina nueva.— Qué pena, justo hoy tenemos una reunión importante y no podemos recibir visitas. Mi abuela está descansando y yo tengo tarea de la universidad.

Vi sus caras de sorpresa. Tía Lucía frunció el ceño.

—¿Desde cuándo aquí se rechazan las visitas?— preguntó con tono ofendido.

—Desde hoy— respondí firme.— Necesitamos descansar también. Si quieren vernos, pueden avisar antes y así preparamos algo especial.

Cerré la puerta suavemente. Sentí un nudo en el estómago, pero también una extraña sensación de alivio.

Mi abuela salió de su cuarto y me miró en silencio. Pensé que me iba a regañar, pero solo se sentó a mi lado y tomó mi mano.

—Gracias, hijita— susurró.— Yo nunca tuve el valor.

Esa noche cenamos solas por primera vez en meses. Hablamos de mi mamá, del barrio y de lo cansadas que estábamos de ser siempre las anfitrionas perfectas.

Al día siguiente, los chismes no tardaron en llegar. Que si Valeria se creía mucho por estudiar en la universidad, que si Doña Carmen ya no era tan generosa como antes. Pero algo cambió: las visitas disminuyeron y cuando venían, traían pan o frutas para compartir.

Un domingo cualquiera, tía Lucía tocó el timbre con una torta en las manos.

—¿Podemos pasar? Trajimos algo para compartir— dijo con una sonrisa tímida.

Mi abuela me miró y asintió. Esa tarde reímos juntas como hacía tiempo no lo hacíamos.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces nos callamos por miedo al qué dirán? ¿Hasta cuándo debemos aguantar por costumbre? ¿No es justo poner límites aunque duela? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?