La casa de los silencios: Cómo me convertí en madre de mis sobrinos

—¡No quiero quedarme aquí! —gritó Camila, empapada, con el cabello pegado a la frente y los ojos llenos de rabia y miedo. La lluvia golpeaba el techo de lámina, y el eco de su voz retumbó en la sala vacía. A su lado, Tomás, su hermano menor, apretaba la mochila contra el pecho, como si fuera un escudo contra el mundo. Yo estaba ahí, temblando, con las llaves aún en la mano y el corazón hecho un nudo.

Esa noche, hace ya dos años, mi vida cambió para siempre. No fue una decisión planeada ni un acto heroico. Fue una llamada desesperada de mi hermana Lucía desde un hospital público en las afueras de Monterrey: “No puedo más, Andrea. Llévatelos tú. No quiero que los vean así.”

Lucía siempre fue la rebelde de la familia. Desde adolescentes, ella buscaba la fiesta y la libertad, mientras yo era la responsable, la que cuidaba a mamá cuando papá se fue. Pero nunca imaginé que llegaría el día en que tendría que cuidar a sus hijos como si fueran míos.

—Camila, Tomás… —intenté acercarme—. No tienen que tener miedo. Aquí están seguros.

Camila me miró con una mezcla de odio y súplica. Tenía once años, pero sus ojos parecían mucho más viejos. Tomás solo tenía siete, pero ya sabía lo que era dormir con hambre y escuchar gritos tras las paredes del cuarto.

Esa primera noche no dormimos. Yo preparé chocolate caliente y busqué mantas limpias, mientras ellos se acurrucaban en el sofá, sin soltar sus mochilas. Afuera seguía lloviendo, como si el cielo llorara con nosotros.

Al día siguiente, fui a buscar a Lucía al hospital. Estaba pálida, ojerosa y con la mirada perdida. La adicción la había consumido poco a poco, hasta dejarla irreconocible.

—¿Por qué yo? —le pregunté entre lágrimas—. ¿Por qué tus hijos tienen que pagar por tus errores?

Ella solo bajó la cabeza. “No puedo… no puedo ser madre ahora.”

Regresé a casa sintiéndome traidora y salvadora al mismo tiempo. ¿Qué derecho tenía yo a juzgarla? ¿Y qué derecho tenía a cambiar la vida de esos niños?

Los días siguientes fueron una batalla constante. Camila no hablaba conmigo; Tomás lloraba por las noches llamando a su mamá. Yo iba al trabajo en la panadería por las mañanas y corría a casa por las tardes para ayudarles con la tarea y prepararles algo de cenar.

Una tarde, mientras revisábamos la tarea de matemáticas, Camila explotó:

—¿Por qué no nos llevas con mamá? ¡Tú no eres nuestra mamá!

Me quedé helada. Sentí que todo el esfuerzo era inútil. Pero respiré hondo y le respondí:

—No soy tu mamá, Camila. Pero te quiero y quiero cuidarte. No sé hacerlo perfecto, pero lo intento.

Ella me miró largo rato antes de volver la vista al cuaderno. Esa noche no cenó.

Los meses pasaron y las heridas no sanaban tan rápido como yo esperaba. En la escuela, los maestros me llamaban para hablar del comportamiento de Camila: “Está distraída, responde mal.” Tomás se hacía pipí en la cama y tenía pesadillas.

Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, escuché risas en el patio. Me asomé y vi a Tomás jugando con un perro callejero que había entrado por la reja rota. Camila lo miraba desde lejos, pero sonreía apenas un poco.

Me acerqué despacio.

—¿Le ponemos nombre? —pregunté.

Tomás gritó: “¡Firulais!”

Camila soltó una carcajada breve y tímida. Por primera vez sentí que algo se abría entre nosotros.

Pero la calma duró poco. Una tarde recibí una llamada del DIF: Lucía había salido del hospital y quería ver a los niños. El miedo me apretó el pecho. ¿Y si querían quitármelos? ¿Y si Lucía volvía a caer?

Esa noche discutí con mi mamá por teléfono:

—Andrea, tienes que dejar que Lucía vea a sus hijos —me dijo—. Es su derecho como madre.

—¿Y el derecho de los niños a estar seguros? —le respondí—. ¿A quién protejo yo?

La visita fue tensa y dolorosa. Lucía llegó con flores y dulces baratos. Tomás corrió a abrazarla; Camila se quedó atrás, observando en silencio.

—¿Te vas a quedar bien ahora? —le preguntó Camila con voz dura.

Lucía no supo qué responder.

Después de esa visita, Camila empezó a escaparse de casa por las tardes. La encontré una vez sentada en una banqueta cerca del Oxxo, mirando los coches pasar.

—¿Qué buscas allá afuera? —le pregunté.

—Nada… solo quiero sentir que puedo irme si quiero —me respondió sin mirarme.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Puedes irte cuando quieras, pero aquí siempre tendrás un lugar al que volver.

No dijo nada más, pero esa noche durmió en mi cama.

El tiempo fue suavizando las heridas. Tomás empezó a traer amigos a casa; Camila se animó a participar en un taller de pintura en la Casa de Cultura del barrio. Yo aprendí a ser madre sin haberlo planeado: a preparar loncheras, asistir a juntas escolares, consolar pesadillas y celebrar pequeños logros.

Pero nunca dejé de sentir miedo: miedo a fallarles, miedo a que Lucía regresara y todo cambiara otra vez, miedo a que nunca me vieran como familia de verdad.

Un día cualquiera, mientras cenábamos sopa de fideos y veíamos una novela en la tele vieja, Camila me miró fijamente y dijo:

—Gracias por no rendirte con nosotros.

Sentí que el corazón se me rompía y se reconstruía al mismo tiempo.

Hoy sigo preguntándome: ¿Dónde termina el deber y empieza el amor verdadero? ¿Cuántos niños en nuestro país viven esperando que alguien no se rinda con ellos? ¿Y cuántos adultos estamos dispuestos a intentarlo?