La noche en que me convertí en padre de mis sobrinos: Entre el deber y el amor
—¡No te los lleves, por favor! —gritó mi madre desde la puerta, empapada por la lluvia y la desesperación. Yo apenas podía sostener la mirada de Camila, mi sobrina de ocho años, mientras abrazaba a su hermano menor, Tomás, que no dejaba de temblar. La patrulla policial aún tenía las luces encendidas frente a la casa de mi hermana en el barrio San Martín, y el aire olía a miedo, a humedad y a promesas rotas.
Esa noche, la violencia había estallado una vez más en casa de mi hermana Lucía. Su pareja, un hombre que nunca quise nombrar, había perdido el control. Los gritos se escucharon hasta la esquina y los vecinos llamaron a la policía. Cuando llegué, Lucía estaba sentada en la acera, con la mirada perdida y las manos ensangrentadas. Los niños lloraban en silencio, como si ya supieran que nadie iba a escucharlos.
—Te los tienes que llevar, Julián —me dijo el oficial—. No pueden quedarse aquí esta noche.
No lo dudé. Metí a los niños en mi viejo Renault 9 y conduje bajo la lluvia hasta mi departamento de dos ambientes. No tenía camas para ellos, ni juguetes, ni siquiera leche caliente. Solo tenía miedo y una responsabilidad que me pesaba como una piedra en el pecho.
Esa primera noche fue un desfile de pesadillas y llantos ahogados. Camila se orinó en la cama y Tomás se aferró a mi brazo como si fuera su única tabla de salvación. Yo no dormí. Me quedé mirando el techo, preguntándome cómo había llegado hasta ahí. ¿En qué momento la familia se había roto tanto?
Al día siguiente, mi madre llegó temprano con bolsas de ropa usada y una olla de guiso. —Esto no es tu culpa —me dijo—. Pero ahora son tu responsabilidad.
Durante semanas, mi vida se redujo a llevar a los chicos al colegio, buscar trabajo extra para pagar la comida y enfrentar las miradas de los vecinos. «Ahí va Julián, el que cría hijos ajenos», murmuraban algunos. Otros me felicitaban por «el gesto», como si fuera un héroe y no un hombre asustado haciendo lo mínimo indispensable.
Camila dejó de hablarme durante días. Tomás lloraba cada vez que escuchaba una puerta cerrarse fuerte. La asistente social venía cada semana a revisar si tenían comida suficiente y si yo era «apto» para cuidarlos. Me sentía observado, juzgado, siempre al borde del error.
Un día, mientras preparaba arroz con huevo —lo único que alcanzaba ese mes— Camila me miró fijo y preguntó:
—¿Mi mamá va a venir por nosotros?
No supe qué decirle. Lucía estaba internada en un hospital psiquiátrico después del último episodio. Nadie sabía cuándo iba a salir ni si alguna vez podría volver a ser madre.
—Por ahora van a estar conmigo —le respondí, tratando de sonar seguro.
Ella bajó la cabeza y siguió dibujando en su cuaderno roto. Sentí una punzada de culpa: yo tampoco tenía respuestas.
Las cosas empeoraron cuando Tomás empezó a tener ataques de pánico en la escuela. La directora me llamó varias veces:
—Julián, el niño necesita ayuda profesional. Esto no es solo cuestión de cariño.
Pero ¿cómo iba a pagar un psicólogo si apenas alcanzaba para el alquiler? Empecé a vender empanadas los fines de semana y a limpiar casas por las tardes. Mi cuerpo se cansaba pero mi mente no paraba: ¿estaba haciendo lo correcto? ¿No sería mejor que los chicos fueran a un hogar donde pudieran recibir todo lo que yo no podía darles?
Una tarde, después de una pelea porque Camila no quería bañarse, exploté:
—¡No soy tu papá! ¡Estoy haciendo lo mejor que puedo!
Ella me miró con odio y tristeza al mismo tiempo. Se encerró en el baño y lloró durante horas. Yo también lloré, sentado en el piso del pasillo, sintiéndome el peor ser humano del mundo.
Pero algo cambió después de esa noche. Empecé a buscar ayuda en el centro comunitario del barrio. Conocí a otras mujeres que criaban nietos o sobrinos porque sus hijos habían caído en las drogas o la cárcel. Compartimos historias, recetas baratas y consejos para sobrevivir al dolor ajeno.
Poco a poco, Camila volvió a sonreír. Tomás empezó a dormir sin sobresaltos. Yo aprendí a peinar trenzas y a leer cuentos antes de dormir. Aprendí también que el amor no siempre es dulce ni fácil; a veces es solo quedarse cuando todos los demás se han ido.
Un día recibí una carta del juzgado: debía decidir si quería ser tutor legal de los niños o entregarlos al sistema de adopción estatal. Esa noche no dormí. Miré a los chicos mientras dormían juntos en el colchón del living y sentí un miedo atroz: ¿sería capaz de darles una vida digna? ¿O solo estaba repitiendo los errores de mis padres?
Al día siguiente firmé los papeles. Decidí quedarme con ellos, aunque no supiera cómo iba a hacerlo.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche lluviosa. Camila ya tiene diez años y sueña con ser maestra; Tomás aprendió a andar en bicicleta y me llama «papá» cuando nadie lo escucha. Mi madre viene todos los domingos con empanadas y abrazos largos. Lucía sigue luchando con sus demonios, pero llama cada tanto para preguntar por sus hijos.
A veces me siento solo y abrumado; otras veces agradecido por haber encontrado una familia donde menos lo esperaba.
Me pregunto: ¿Dónde termina la obligación y empieza el amor verdadero? ¿Cuántos de nosotros hemos tenido que aprender a amar desde el dolor? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?