Límites del corazón: Confesiones de una madre en Buenos Aires

—¡Mamá, por favor!—. La voz de Julián retumba en la cocina, quebrada, casi suplicante. Son las siete de la mañana y el mate se me enfría en las manos. Afuera, Buenos Aires despierta con su bullicio de colectivos y bocinas, pero adentro de este departamento, el tiempo parece detenido.

—No puedo más, Julián. Ya no sé de dónde sacar plata—. Mi voz sale más dura de lo que quisiera, pero el cansancio me pesa en los huesos. Hace meses que vengo cubriéndole las deudas, que le presto para el alquiler, que le pago la SUBE porque no consigue trabajo estable. Y cada vez que lo miro, veo al nene de ojos grandes que me pedía que le lea un cuento antes de dormir. Pero ahora es un hombre de treinta y dos años, con la barba desprolija y los hombros caídos.

—Mamá, te juro que esta vez es la última. Me llamaron de una entrevista, pero necesito plata para el colectivo y para imprimir el currículum. Si no voy, pierdo la oportunidad—. Sus palabras me atraviesan como un cuchillo. ¿Cuántas veces escuché esa promesa? ¿Cuántas veces me convencí de que esta vez sí iba a cambiar?

Mi hermana, Lucía, dice que soy una tonta. «Tenés que dejarlo que se arregle solo, Marta. Así nunca va a aprender», me repite cada domingo en la mesa familiar, entre el olor a milanesas y las discusiones por política. Pero Lucía tiene dos hijos que estudian en la universidad y trabajan medio turno. No sabe lo que es ver a tu hijo perderse en la tristeza, en la frustración, en la bronca de no poder salir adelante.

El teléfono suena. Es el banco. Otra vez atrasada con la tarjeta. Cuelgo rápido, como si ignorar el problema lo hiciera desaparecer. Julián me mira con esos ojos llenos de vergüenza y esperanza. Yo quisiera abrazarlo, decirle que todo va a estar bien, pero no puedo mentirle más. No puedo mentirme más.

—¿Y si esta vez no te ayudo?—le pregunto, bajito, como si temiera que la casa entera escuchara mi traición.

Él se queda callado. Por un segundo, veo en su cara el reflejo de mi propio miedo: el miedo a soltar, a dejarlo caer. Pero también el miedo a seguir sosteniéndolo y hundirme yo con él.

—No sé, mamá. No sé qué haría—. Su voz es apenas un susurro. Siento que se me parte el alma.

Recuerdo cuando era chico y se caía en la plaza. Corría a levantarlo, a soplarle la rodilla raspada. Ahora las heridas son otras, más profundas, y yo ya no sé si tengo fuerzas para curarlas.

La plata no alcanza. Trabajo limpiando casas en Belgrano, salgo a las seis de la mañana y vuelvo cuando ya oscurece. Los precios suben, el alquiler también. A veces me pregunto si algún día podré descansar, si alguna vez podré dejar de preocuparme por Julián, por las cuentas, por el futuro.

En la familia todos opinan. Mi hermano Ernesto dice que Julián es un vago, que en sus tiempos los hombres se las arreglaban solos. Mi mamá, desde su sillón, me mira con tristeza y me acaricia la mano: «Vos hacés lo que podés, Martita. Nadie te puede juzgar». Pero yo sí me juzgo. Todas las noches, cuando apago la luz y me quedo sola con mis pensamientos, me pregunto si estoy haciendo lo correcto.

Una tarde, después de una discusión fuerte, Julián se encierra en su cuarto y yo me quedo llorando en la cocina. Me siento culpable por enojarme, por no poder darle todo lo que necesita. Pero también me siento ahogada, como si llevara una mochila llena de piedras.

Al día siguiente, encuentro una nota en la mesa: «Mamá, salí a buscar trabajo. No te preocupes». Me quedo mirándola largo rato, con el corazón apretado. Quiero creerle, quiero confiar en que esta vez sí va a poder. Pero el miedo no se va.

Esa noche, Lucía me llama. «¿Cómo estás?», pregunta, y yo no sé qué responderle. ¿Cómo estoy? Cansada, triste, pero también aferrada a una esperanza terca, esa que sólo tenemos las madres.

—¿Y si lo dejo solo? ¿Y si se pierde?—le digo entre lágrimas.

—¿Y si lo ayudas tanto que nunca aprende a salir adelante?—me responde ella.

El silencio se instala entre nosotras. Sé que tiene razón, pero también sé que mi corazón no entiende de razones.

Los días pasan y Julián sigue buscando. A veces vuelve con la cara iluminada porque le prometieron llamarlo; otras veces llega derrotado y se encierra sin hablar. Yo sigo trabajando, sigo pagando cuentas, sigo prestándole plata cuando puedo. Pero cada vez me cuesta más.

Un domingo, en la mesa familiar, la discusión estalla. Ernesto le dice a Julián que es hora de madurar, que deje de vivir a costa de su madre. Julián se levanta furioso y se va dando un portazo. Todos me miran a mí, como si yo tuviera la culpa de todo.

Esa noche, Julián no vuelve. No duerme en casa. Yo paso la noche en vela, rezando para que esté bien. Cuando finalmente regresa, con los ojos rojos y la voz temblorosa, me abraza fuerte y me dice: «Perdón, mamá. No quiero hacerte sufrir».

Lo abrazo también, pero por dentro siento que algo se rompió. Entiendo que tengo que poner límites, aunque me duela. Que el amor de madre no puede ser excusa para perderme a mí misma.

Hoy escribo esto mientras Julián sale otra vez a buscar trabajo. No sé qué va a pasar mañana. No sé si algún día va a poder solo. Pero sí sé que tengo derecho a cuidar mi corazón, a poner límites aunque duela.

¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Cuándo se convierte en una carga? ¿Alguien más siente este peso en el pecho cada vez que tiene que elegir entre ayudar y dejar crecer?