¿Casa o campo de batalla? Mi vida bajo el mismo techo que mis suegros

—¿Otra vez vas a dejar los platos sin lavar, Mariana? —la voz de doña Carmen retumba en la cocina, cortando el aire como un machete en caña brava.

Me detengo en seco, con la taza de café aún caliente entre las manos. Siento la mirada de mi esposo, Andrés, clavada en mi espalda, pero no dice nada. Como siempre. Trago saliva y respondo con la voz más suave que puedo encontrar:

—Ya los lavo, suegra. Solo quería tomarme un café antes de empezar el día.

Ella resopla y se va, arrastrando las pantuflas por el piso de cerámica. Yo cierro los ojos un segundo y respiro hondo. Son las seis y media de la mañana y ya siento el peso del día sobre los hombros.

Vivo con mis suegros desde hace tres años, desde que Andrés perdió el trabajo y no pudimos seguir pagando el arriendo del pequeño apartamento en Chapinero. Nos mudamos a su casa grande en las afueras de Bogotá, pensando que sería temporal. Pero lo temporal se volvió rutina, y la rutina, una jaula invisible.

Al principio, todo era cortesía y sonrisas forzadas. Doña Carmen me ofrecía café con pan de yuca cada mañana y don Guillermo me preguntaba por mi familia en Cali. Pero pronto las costuras empezaron a reventarse. La primera vez que colgué mi ropa interior en el patio, doña Carmen me llamó aparte:

—Mija, aquí no acostumbramos a colgar esas cosas afuera. Hay que cuidar las apariencias.

Sentí la vergüenza arderme en las mejillas. Desde entonces, lavo mi ropa a escondidas y la seco en el baño, aunque tarde días en secarse por la humedad.

Andrés trabaja ahora como conductor de una aplicación. Sale temprano y vuelve tarde, cansado y con pocas ganas de hablar. Yo encontré un empleo medio tiempo en una papelería del barrio, pero doña Carmen insiste en que debería quedarme en casa para ayudarla con las labores. «Eso es lo que hacen las buenas esposas», dice cada vez que puede.

Las discusiones son pequeñas pero constantes: si la sopa tiene mucha sal, si la niña —mi hija Valentina— hace mucho ruido jugando, si no saludo a todos al entrar o salir. Siento que camino sobre vidrios rotos todo el tiempo.

Una noche, después de una pelea porque Valentina dejó sus juguetes regados en la sala, Andrés me abrazó fuerte en la cama.

—Aguanta un poco más, amor —me susurró—. Pronto vamos a salir de aquí.

Pero los meses pasan y nada cambia. La casa es grande pero no hay espacio para mí. Mi cuarto es mi único refugio, pero incluso ahí doña Carmen entra sin tocar para dejarme «una toallita limpia» o revisar si «todo está bien».

Un domingo cualquiera, mientras preparaba arepas para el desayuno, escuché a don Guillermo hablando por teléfono en la sala:

—No sé cuánto más van a estar aquí. Uno ayuda por familia, pero tampoco es para siempre…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Somos una carga? ¿Un estorbo? ¿Dónde quedó esa promesa de familia unida?

A veces me encierro en el baño solo para llorar en silencio. Me miro al espejo y no reconozco a la mujer que soy ahora: ojerosa, cansada, siempre alerta. Extraño mi independencia, mi pequeño apartamento donde podía bailar salsa mientras cocinaba sin miedo a molestar a nadie.

Un día Valentina llegó llorando porque su abuela le regañó por pintar las paredes con crayones.

—Mami, ¿por qué la abuela siempre está brava conmigo?

No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y le prometí que algún día tendríamos nuestra propia casa otra vez.

La tensión crece cada día. Andrés y yo discutimos más seguido: él defiende a sus padres; yo le pido que me defienda a mí. Una noche exploté:

—¿Y si nunca salimos de aquí? ¿Y si esto es todo lo que nos espera?

Él solo bajó la cabeza y salió del cuarto.

A veces pienso en irme con Valentina a Cali, volver con mis padres aunque signifique empezar de cero. Pero entonces recuerdo las promesas que nos hicimos Andrés y yo cuando nos casamos: juntos en las buenas y en las malas.

La vida bajo el mismo techo que los suegros es una batalla silenciosa: por respeto, por espacio, por dignidad. No quiero ser ingrata; sé que nos han dado techo cuando más lo necesitábamos. Pero también sé que merezco ser escuchada, tener voz y voto en mi propia vida.

Hace unos días encontré a doña Carmen llorando en la cocina. Me acerqué con miedo, pero ella me miró con ojos cansados.

—No es fácil para nadie esto, Mariana —me dijo—. Yo también extraño mi tranquilidad.

Por primera vez sentí compasión por ella. Quizá ambas somos prisioneras de esta situación: ella de sus costumbres y yo de mis sueños rotos.

Hoy escribo esto sentada en el borde de mi cama, mientras Valentina duerme abrazada a su muñeca favorita. Afuera llueve y el sonido me recuerda los días felices en Cali, cuando creía que todo era posible.

¿Hasta cuándo podremos resistir sin perdernos del todo? ¿Es posible encontrar la felicidad cuando cada día parece una batalla?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena seguir luchando o es mejor buscar un nuevo comienzo?