Después de los sesenta: El amor inesperado de Aurora
—¿Mamá, otra vez te olvidaste de apagar la estufa? —La voz de mi hija Lucía retumbó en la cocina, cortando el silencio que llenaba la casa desde que tu padre se fue. Me sobresalté, con la tetera aún en la mano, y sentí esa punzada de vergüenza que me acompañaba desde hacía meses.
No era olvido. Era ausencia. Desde que Ernesto murió, mi vida se volvió una rutina de gestos vacíos: poner dos tazas en la mesa, buscar su voz en el eco del pasillo, esperar un mensaje que nunca llegaría. Mis hijos venían a verme por turnos, como si cuidaran una planta que temen que se marchite. Yo los dejaba hacer, sin fuerzas para discutir.
Pero todo cambió una tarde de abril, cuando fui al parque a leer un libro viejo de Benedetti. El banco estaba ocupado por un hombre de cabello canoso y sonrisa fácil. Me miró y dijo:
—¿Le molesta si compartimos el banco? Prometo no robarle el sol.
Me reí. Hacía años que nadie me hacía reír así. Se llamaba Julián. Era viudo también, y su voz tenía ese tono cálido de quien ha conocido el dolor pero aún cree en la esperanza. Hablamos de libros, de música, de los nietos que no veíamos lo suficiente. Cuando me despedí, sentí algo extraño: ganas de volver al día siguiente.
Así empezó todo. Nos encontramos cada semana, primero en el parque, luego en la cafetería del barrio. Julián me contaba historias de su juventud en Mendoza, de su trabajo como maestro rural, de su esposa fallecida. Yo le hablé de Ernesto, de mis hijos, de cómo sentía que mi vida se había detenido.
—Aurora —me dijo una tarde—, uno puede quedarse quieto esperando que pase la tormenta o salir a mojarse un poco. ¿No crees?
Me atreví a mojarme. Empecé a arreglarme para verlo, a buscar excusas para salir de casa. Mis hijos notaron el cambio.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó Lucía una noche—. ¿Hay alguien?
Negué con la cabeza, pero mi corazón latía fuerte. No sabía cómo explicarles que a los sesenta y siete años estaba volviendo a enamorarme.
Un día Julián me invitó a su casa. Preparó empanadas y descorchó un vino tinto. Bailamos un bolero en el living y sentí que el tiempo retrocedía. Cuando me besó, lloré. No por tristeza, sino porque creí que nunca volvería a sentirme viva así.
Pero la felicidad nunca es simple. Una tarde, mientras tomábamos café en una confitería del centro, vi entrar a mi hijo mayor, Diego. Nos miró sorprendido y se acercó.
—¿Mamá? ¿Quién es este señor?
Me puse colorada como una adolescente. Presenté a Julián y Diego fue cortés pero frío. Esa noche recibí su llamada:
—Mamá, ¿qué estás haciendo? Papá no lleva ni dos años muerto…
Sentí culpa y rabia al mismo tiempo. ¿Acaso mi vida había terminado con la de Ernesto? ¿No tenía derecho a buscar alegría?
Los comentarios no tardaron en llegar: las vecinas murmuraban, mis nietos me miraban raro, Lucía me preguntaba si estaba segura de lo que hacía.
—No quiero verte sufrir otra vez —me dijo—. Ese hombre… ¿qué sabes realmente de él?
Fue entonces cuando empecé a notar cosas extrañas: llamadas que Julián no contestaba delante mío, silencios cuando le preguntaba por sus hijos, evasivas sobre su pasado reciente.
Una tarde decidí seguirlo después de nuestro encuentro. Lo vi entrar en una casa modesta en las afueras. Esperé afuera hasta que salió una mujer joven con un niño pequeño en brazos. Julián los abrazó con ternura.
Sentí un nudo en el estómago. Al día siguiente lo enfrenté:
—¿Quiénes son ellos?
Julián bajó la mirada.
—Mi nuera y mi nieto —dijo—. Mi hijo está preso hace tres años… No quise contarte porque temía perderte.
Me quedé helada. Recordé las veces que le hablé del dolor de perder a Ernesto y entendí que él también cargaba su propia cruz.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había arriesgado por sentirme viva otra vez: el juicio de mis hijos, las miradas del barrio, el miedo al futuro.
Al día siguiente cité a mis hijos en casa.
—Estoy enamorada —les dije—. Sé que no es fácil para ustedes entenderlo, pero necesito vivir lo que me queda con plenitud. Julián tiene un pasado difícil, pero es un buen hombre.
Diego se levantó furioso.
—¿Vas a elegirlo a él antes que a nosotros?
Lucía lloró en silencio.
Me dolió verlos así, pero por primera vez sentí que estaba decidiendo por mí misma.
Con el tiempo, algunos aceptaron mi decisión; otros no volvieron a visitarme tan seguido. Pero yo seguí adelante con Julián: compartimos domingos en familia con su nuera y su nieto, aprendimos a bailar tango en la plaza del barrio y viajamos juntos a Córdoba para ver las sierras florecer.
A veces la soledad pesa y extraño la vida tranquila de antes. Pero cuando Julián me toma la mano y me mira con esos ojos llenos de historias y cicatrices, sé que hice lo correcto.
¿Quién decide cuándo es demasiado tarde para volver a empezar? ¿Cuántas veces dejamos pasar la felicidad por miedo al qué dirán?
Los leo… ¿Ustedes se atreverían a amar después del dolor?