El Pecado de los Naranjos: Amor Prohibido en el Pueblo
—¡No puedes seguir así, Ernesto! ¡Tienes 46 años! ¿En qué demonios piensas? —gritó Irena, mi esposa, mientras lanzaba sobre la mesa el viejo mantel de flores que heredamos de su madre. El sonido de la loza temblando fue como un disparo en la sala. Yo no respondí. Me quedé mirando por la ventana, hacia los naranjos que planté hace veinte años, cuando aún creía que la vida era sencilla y los pecados se lavaban con agua y jabón.
La voz de Irena me perseguía incluso cuando salía al patio. «Esa muchacha podría ser tu hija», repetía, como si con cada palabra pudiera arrancarme el deseo que me quemaba por dentro. Pero no era tan fácil. Porque Lucía, con sus ojos grandes y su risa fresca, había llegado al pueblo como un viento nuevo, trayendo consigo el recuerdo de todo lo que alguna vez soñé ser.
La conocí en la feria del pueblo, vendiendo dulces de coco y naranjas confitadas. «¿Quiere probar uno, don Ernesto?», me dijo, y yo sentí que el tiempo se detenía. Desde entonces, cada tarde buscaba una excusa para pasar por su puesto. Al principio era solo curiosidad, luego fue necesidad. Me sentía vivo otra vez, como si los años no pesaran tanto sobre mis hombros encorvados por la rutina.
Pero en un pueblo chico como San Jacinto, nada pasa desapercibido. Las miradas se clavaban en mi espalda cuando caminaba junto a Lucía por la plaza. Los murmullos crecían como maleza entre las bancas: «¿No es ese el esposo de Irena?», «¡Qué vergüenza!», «Se le fue la cabeza por completo».
Una tarde, mientras recogía naranjas caídas bajo el árbol más viejo del patio, Irena salió a buscarme. Tenía los ojos rojos y la voz quebrada:
—¿Por qué, Ernesto? ¿Qué te falta aquí que no puedas encontrar conmigo?
No supe qué responderle. La verdad era que no me faltaba nada material. Teníamos una casa sencilla pero digna, dos hijos ya grandes que estudiaban en la ciudad, y una vida tranquila. Pero algo dentro de mí se había apagado hacía años, y Lucía lo encendió sin querer.
Esa noche dormí en el sofá. El silencio era tan denso que podía escuchar el tic-tac del reloj mezclándose con mi respiración agitada. Pensé en irme, dejarlo todo atrás y empezar de nuevo con Lucía. Pero ¿cómo abandonar a Irena después de tantos años? ¿Cómo enfrentar a mis hijos cuando regresaran en vacaciones?
Al día siguiente, el escándalo explotó como pólvora. Mi cuñada Rosa llegó temprano, trayendo consigo a media familia:
—¡Esto no puede seguir así! —exclamó—. ¡Estás destruyendo a Irena! ¡Avergonzando a todos!
Mi suegra lloraba en silencio en un rincón. Mi cuñado Javier me miraba con desprecio:
—¿No te da vergüenza? ¡Eres un viejo ridículo!
Me sentí acorralado, como un animal herido. Quise gritarles que nadie entendía lo que sentía, que no era solo deseo sino una necesidad profunda de sentirme vivo antes de que la vida se me escapara entre los dedos.
Esa tarde fui a buscar a Lucía al río. La encontré sentada sobre una piedra, lanzando piedritas al agua.
—¿Te vas a ir conmigo? —le pregunté sin rodeos.
Ella bajó la mirada.
—No lo sé, don Ernesto… Yo no quiero ser la causa de su desgracia.
Su respuesta me dolió más que cualquier insulto familiar. Me di cuenta de que no podía pedirle a una muchacha de veinte años que cargara con mis culpas y mis miedos.
Regresé a casa con el alma hecha trizas. Irena me esperaba en la cocina, preparando café como si nada hubiera pasado.
—¿Te vas a quedar? —preguntó sin mirarme.
—Sí —respondí apenas en un susurro.
Pasaron los días y el escándalo fue apagándose poco a poco. El pueblo encontró nuevos chismes y yo volví a mi rutina entre los naranjos y el taller de carpintería. Pero algo había cambiado para siempre. Irena ya no me miraba igual; sus ojos tenían una tristeza nueva, una distancia que antes no existía.
A veces me pregunto si hice bien en quedarme o si debí arriesgarlo todo por ese amor imposible. ¿Es justo sacrificar la felicidad propia por mantener las apariencias? ¿Cuántos hombres y mujeres en nuestros pueblos viven vidas prestadas por miedo al qué dirán?
Hoy, mientras recojo naranjas bajo el mismo árbol viejo, siento el peso de mis decisiones como nunca antes. Y me pregunto: ¿cuántos pecados se esconden bajo las ramas de nuestros propios naranjos? ¿Vale la pena vivir con el corazón apagado solo para no romper las reglas del pueblo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es posible perdonarse uno mismo después de herir a quienes más ama?