El Último Juego del Amor: Entre el Corazón y la Sangre

—¿De verdad vas a hacer esto, papá? —La voz de mi hija, Mariana, temblaba entre el enojo y la incredulidad.

Sentí el peso de sus ojos sobre mí, ojos que alguna vez buscaron mi aprobación para todo. Ahora, a mis setenta y cinco años, era yo quien buscaba la suya. El salón estaba lleno de murmullos; mis nietos cuchicheaban en la esquina, y mi hijo menor, Tomás, ni siquiera se dignó a mirarme.

—No es una locura —respondí, intentando que mi voz no se quebrara—. Es amor.

La palabra flotó en el aire como una sentencia. Amor. ¿Quién se atreve a hablar de amor a mi edad? En nuestro barrio de San Miguelito, en las afueras de Ciudad de Panamá, la gente susurra detrás de las cortinas cuando una viuda como yo decide rehacer su vida. Pero yo no podía seguir viviendo solo, rodeado de recuerdos y fotografías polvorientas.

Todo comenzó hace un año, cuando conocí a Lucía en la plaza del mercado. Ella vendía flores, y yo compraba naranjas para el desayuno. Su risa era un bálsamo para mi alma cansada. Pronto, los desayunos se convirtieron en paseos por el parque, y los paseos en largas conversaciones bajo la sombra de los mangos. Me sentía vivo otra vez.

Pero mi familia no lo vio así. Mariana fue la primera en oponerse. «¿Y mamá? ¿Ya la olvidaste?» me gritó una tarde, mientras el café se enfriaba entre nosotros. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el amor no muere con la muerte? Que uno puede amar dos veces, aunque duela.

Tomás fue más cruel. «Seguro esa mujer solo quiere tu pensión», me espetó durante la cena familiar de Navidad. Nadie lo contradijo. El silencio fue más hiriente que sus palabras.

Lucía lo notó todo. Una noche, mientras caminábamos por el malecón, me tomó la mano y susurró: —Si esto te va a costar tu familia, tal vez no valga la pena.

Pero yo ya había tomado mi decisión. Me casé con Lucía en una ceremonia sencilla, apenas con dos testigos y el cura del barrio. Ninguno de mis hijos asistió. Ni siquiera respondieron a la invitación.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones encontradas. Por un lado, la felicidad de compartir mi vida con alguien que me entendía y cuidaba; por otro, la ausencia dolorosa de mis hijos y nietos. Las llamadas dejaron de llegar; las visitas se extinguieron como velas bajo la lluvia.

Una tarde, mientras regábamos las plantas del jardín, Lucía me miró con tristeza:
—No quiero ser la razón por la que pierdas a tu familia.
—No eres tú —le respondí—. Es el miedo de ellos a verme feliz sin su madre.

Pero en el fondo sabía que algo se había roto para siempre. Empecé a recibir miradas extrañas en la iglesia; las vecinas dejaron de saludarme con la misma calidez. El chisme corría rápido: «Don Ernesto se volvió loco por una mujer más joven» (aunque Lucía solo tenía cinco años menos que yo).

El tiempo pasó y la soledad se hizo más densa. Lucía hacía todo lo posible por llenar el vacío: cocinaba mis platos favoritos, tejía mantas para las noches frías y me leía poemas antes de dormir. Pero nada podía reemplazar el abrazo de mis nietos o las risas compartidas en familia.

Un día recibí una carta de Mariana. Decía que estaba decepcionada, que sentía que había traicionado la memoria de mamá. Me pidió que no la buscara más hasta que «recapacitara».

Me senté en el porche con la carta temblando entre mis manos. Lucía se acercó y me abrazó en silencio. Lloré como no lo hacía desde niño.

A veces me pregunto si hice bien. Si debí sacrificar mi felicidad por mantener intacta una familia rota desde antes de conocer a Lucía. ¿Es justo renunciar al amor por miedo al qué dirán? ¿O es egoísmo buscar compañía cuando todos esperan que uno muera solo?

Hoy, mientras veo el atardecer desde mi ventana, siento que he vivido dos vidas: una dedicada a mi familia y otra a mí mismo. Ambas llenas de amor y dolor.

¿Vale la pena apostar por el amor cuando todo parece estar en contra? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?