Entre dos fuegos: Confesiones de una hija de Medellín

—¡No puedes salir esta noche, Mariana! —gritó mi madre desde la cocina, mientras la lluvia golpeaba los ventanales con furia. Su voz temblaba, no sé si de miedo o de rabia. Yo ya tenía la mano en el picaporte, el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a explotar.

—Mamá, no puedo quedarme aquí encerrada toda la vida —le respondí, tragando saliva. Afuera, las luces de Medellín parpadeaban como si también dudaran de su propio brillo. Sabía que si cruzaba esa puerta, nada volvería a ser igual.

Mi madre, Lucía, era una mujer fuerte, curtida por los años y las pérdidas. Había criado sola a mis dos hermanos y a mí desde que papá desapareció una noche cualquiera, como tantos hombres en nuestra ciudad. Desde entonces, su miedo se volvió mi sombra. Pero esa noche yo no podía más. Tenía que ver a Julián.

Julián era todo lo que mi madre detestaba: hijo de un hombre que alguna vez fue amigo de mi padre y ahora era uno de los nombres más temidos en nuestro barrio. Pero yo lo amaba. Lo amaba con esa intensidad ciega y desesperada que solo se siente a los veinte años, cuando crees que el amor puede salvarte de todo.

—Mariana, si sales, no vuelvas —me dijo mi madre con la voz rota. Sentí el filo de sus palabras cortándome por dentro. Dudé un segundo, pero el deseo pudo más.

Corrí bajo la lluvia hasta la esquina donde Julián me esperaba en su moto. Me abrazó fuerte, como si supiera que estaba dejando atrás algo irremediable.

—¿Estás segura? —me preguntó, mirándome a los ojos.

—No lo sé —le respondí—. Pero necesito estar contigo.

Esa noche fue la primera vez que dormí fuera de casa. La primera vez que sentí el peso real de la culpa. Julián y yo hablamos hasta el amanecer sobre nuestros sueños imposibles: irnos lejos, empezar de cero, dejar atrás las historias de nuestros padres. Pero Medellín no olvida fácil.

Al día siguiente, volví a casa con el corazón en la mano. Mi madre no me habló durante días. Mis hermanos me miraban como si fuera una extraña. En el barrio empezaron los rumores: que si yo andaba con el hijo del narco, que si estaba traicionando a mi familia.

Una tarde, mientras lavaba los platos en silencio, mi madre se acercó y me susurró:

—¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Sabes lo que le pasó a tu padre por confiar en la gente equivocada?

No supe qué responderle. La verdad era que no sabía nada. Solo sentía ese amor ardiendo en el pecho y el miedo creciendo como una sombra detrás de cada esquina.

Las cosas se pusieron peores cuando Julián empezó a recibir amenazas. Su padre había hecho demasiados enemigos y ahora todos los hijos pagábamos las consecuencias. Una noche, mientras caminábamos por Laureles, un carro negro se detuvo junto a nosotros. Sentí el frío del cañón en la espalda antes de escuchar la voz:

—Dile a tu papá que deje de meterse donde no lo llaman.

Julián me apretó la mano tan fuerte que casi me rompe los dedos. Corrimos hasta su casa y esa noche lloré como nunca antes.

—No puedo seguir así —le dije entre sollozos—. No quiero perderte, pero tampoco quiero perderme a mí misma.

Él me miró con esos ojos tristes y cansados:

—Mariana, yo tampoco sé cómo salir de esto.

Empecé a preguntarme si el amor realmente podía salvarnos o si solo era otra forma de condena. Mi madre cada vez estaba más enferma; tosía sangre y se negaba a ir al hospital porque decía que no quería dejarme sola en este mundo tan podrido.

Una tarde, mientras le preparaba una sopa, me tomó la mano y me dijo:

—Hija, yo solo quiero que seas feliz… pero no quiero verte enterrada antes que a mí.

Sentí una rabia inmensa contra todo: contra ella por no entenderme, contra Julián por arrastrarme a su mundo, contra mi padre por habernos dejado solas.

El día que Julián me pidió que nos fuéramos juntos a Ecuador fue el día que mi madre cayó al suelo y no volvió a levantarse. En el hospital, mientras escuchaba el pitido constante de las máquinas, entendí que tenía que elegir: o me quedaba para cuidar a mi familia o huía con el hombre que amaba.

La noche antes de su muerte, mi madre abrió los ojos y me susurró:

—No repitas mis errores… No sacrifiques tu vida por nadie más.

Lloré toda la noche junto a su cama. Cuando murió al amanecer, sentí que una parte de mí se apagaba para siempre.

Julián vino al funeral. Nadie lo miró a los ojos. Me abrazó en silencio y supe que ese sería nuestro adiós. No podía irme con él; tenía dos hermanos pequeños que ahora dependían solo de mí.

Pasaron los años. Aprendí a sobrevivir sin Julián y sin mi madre. Trabajé en todo lo que pude: vendí arepas en la esquina, limpié casas en El Poblado, estudié por las noches para sacar adelante a mis hermanos. A veces veía a Julián desde lejos; su vida siguió otro camino, uno del que nunca quise formar parte.

Hoy, mientras escribo esto desde la ventana de nuestro pequeño apartamento en Belén, me pregunto si hice lo correcto. ¿Cuántas veces una mujer tiene que elegir entre su corazón y su familia? ¿Cuántas veces debemos cargar con culpas ajenas?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez ese peso insoportable entre lo que desean y lo que deben hacer? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor o por lealtad?