Entre el deber y el abandono: La historia de una hija y su madre enferma

—No pienso quedarme a cuidar a mamá, Lucía. Ya hice suficiente. Además, necesitamos vender ese departamento antes de que se caiga a pedazos—. La voz de Santiago retumbó en la sala, fría y cortante como un machete. Mamá, sentada en su sillón de siempre, apenas levantó la mirada. Yo sentí cómo el aire se volvía pesado, imposible de respirar.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Es nuestra madre!— le grité, con la garganta hecha nudos. Santiago ni siquiera me miró. Tomó sus llaves y salió, dejando tras de sí un silencio tan denso que parecía que la casa entera se desplomaba.

Esa noche no dormí. Me quedé junto a mamá, escuchando su respiración entrecortada y sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. Recordé cuando éramos niños en este mismo departamento, corriendo por el pasillo mientras mamá preparaba arepas en la cocina. ¿En qué momento nos volvimos extraños?

Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y angustia. Mamá empeoraba: la diabetes le había quitado fuerzas y la soledad le robaba las ganas de vivir. Yo hacía malabares para trabajar desde casa y atenderla. A veces, cuando la bañaba o le daba sus medicinas, sentía una rabia sorda contra Santiago. ¿Cómo podía abandonarnos así?

Las llamadas de parientes no ayudaban. Tía Rosa opinaba desde Maracaibo:

—Mija, no te desgastes tanto. Santiago siempre fue egoísta. Haz lo que puedas y ya.

Pero yo no podía dejar de sentirme responsable. Mamá me miraba con esos ojos grandes y cansados:

—No quiero ser una carga, Lucía. Si tu hermano no quiere venir, déjalo.

Pero yo no podía dejarlo. No podía entender cómo alguien podía darle la espalda a quien nos dio la vida.

Un día, mientras cambiaba las sábanas de mamá, encontré una carta arrugada bajo su almohada. Era de Santiago:

“Mamá, perdóname. No puedo con esto. No sé cómo cuidarte ni cómo enfrentar todo lo que está pasando. Me siento ahogado.”

Leí esas líneas una y otra vez. Por primera vez sentí algo parecido a compasión por mi hermano. ¿Y si él también estaba roto? ¿Y si el miedo lo había paralizado?

Pero el enojo volvía cada vez que sonaba el teléfono y era el abogado preguntando por los papeles del departamento. Santiago insistía en venderlo para pagar deudas suyas, sin pensar en dónde viviría mamá.

Una tarde, mientras le daba sopa a mamá, ella me tomó la mano:

—No quiero que peleen por mí. No quiero que este dolor los destruya.

Lloré en silencio esa noche. Recordé a papá, que murió joven y nos dejó solos a los tres. Recordé las veces que Santiago me defendió en la escuela, las navidades juntos, las peleas tontas por el control remoto.

Pero ahora todo era diferente. Ahora yo era la única que estaba aquí.

El barrio empezó a murmurar. “Pobre Lucía, sola con la vieja enferma”, decían en la panadería. Algunos ofrecían ayuda; otros solo miraban con lástima.

Un domingo, Santiago apareció sin avisar. Tenía ojeras profundas y el rostro demacrado.

—Vine a ver a mamá— dijo sin mirarme.

Lo dejé pasar, pero el ambiente era tenso como una cuerda a punto de romperse.

Mamá sonrió débilmente al verlo:

—Hijo…

Santiago se arrodilló junto a ella y lloró como un niño. Yo los miré desde la puerta, sintiendo una mezcla de alivio y rabia.

—Perdóname, mamá… No supe qué hacer…

Mamá le acarició el cabello:

—Solo quiero que estén juntos cuando yo ya no esté.

Esa noche hablamos los tres por primera vez en meses. Santiago confesó sus miedos: las deudas, el trabajo perdido, el terror de ver a mamá tan frágil.

—No quería abandonarlas… Solo no podía con todo— dijo entre sollozos.

Yo también lloré. Le dije lo sola que me sentía, lo injusto que era cargar con todo mientras él desaparecía.

No resolvimos nada esa noche, pero algo cambió. Santiago empezó a venir más seguido; a veces traía medicinas o comida. No era perfecto, pero era un comienzo.

Aún así, el tema del departamento seguía ahí como una sombra. Santiago necesitaba el dinero; mamá necesitaba un techo; yo necesitaba paz.

Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, mamá nos miró fijamente:

—Cuando yo me vaya, hagan lo que quieran con este lugar… pero prométanme que no se van a odiar.

Nos tomamos de las manos en silencio. Sentí que algo se rompía y algo se curaba al mismo tiempo.

Hoy sigo cuidando a mamá; Santiago ayuda como puede. El dolor sigue ahí, pero también una esperanza tímida de reconciliación.

A veces me pregunto: ¿Es posible perdonar de verdad cuando alguien te abandona en el peor momento? ¿O hay heridas que nunca cierran? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?