Entre Sacos de Papas y Recuerdos: El Silencio de Mamá

—¡Siempre lo mismo! Ustedes vienen, se llevan las papas en los sacos y me dejan aquí sola, como si yo no importara— gritó mi mamá desde la puerta de la cocina, con los ojos perdidos y la voz temblorosa. Yo tenía diecisiete años y ya sabía que esa mirada no era la de antes. Mi hermana Lucía, apenas de diez, se aferraba a mi brazo, asustada. Afuera, el viento helado del altiplano sacudía los álamos y hacía crujir el techo de calamina.

No era la primera vez que mamá decía cosas así. Pero cada vez dolía más. Antes, ella era la fuerza de la casa: maestra en la escuelita del pueblo, siempre con una sonrisa para todos, incluso cuando papá llegaba tarde de la construcción o cuando la plata no alcanzaba para carne y teníamos que conformarnos con sopa de fideos y papas. Yo aprendí desde chica a ayudar: barrer, pelar papas, cuidar a Lucía cuando mamá corregía cuadernos hasta la madrugada.

Pero todo cambió hace dos años, cuando mamá empezó a olvidar cosas. Primero fueron detalles: el nombre de una vecina, dónde había dejado las llaves. Después vinieron los olvidos más graves: dejar la olla en el fuego hasta que se quemara, perderse camino al mercado. Papá decía que era el cansancio, que todas las mujeres del pueblo estaban igual. Pero yo veía el miedo en sus ojos cada vez que mamá preguntaba por abuelita, muerta hacía más de diez años.

Esa tarde, después del berrinche de mamá, papá me miró con resignación mientras cargábamos los sacos de papas en la vieja camioneta. —No le hagas caso, hija. Está enferma— murmuró, pero su voz sonaba hueca. Lucía lloraba bajito. Yo sentí una rabia sorda contra todos: contra papá por no hacer nada, contra mamá por haberse ido tan lejos en su cabeza, contra mí misma por no poder arreglar nada.

Las semanas siguientes fueron peores. Mamá se encerraba en su cuarto y hablaba sola. A veces salía gritando que alguien le había robado sus cuadernos o que Lucía no era su hija. Una noche, mientras yo lavaba los platos, escuché a papá llorar en el patio. Era la primera vez que lo veía así. Me acerqué despacio.

—¿Qué vamos a hacer, papá?— pregunté.

Él me abrazó fuerte. —No sé, hija. No sé— repitió como un niño perdido.

En el pueblo todos murmuraban. La señora Rosa decía que era brujería; don Ernesto aseguraba que era castigo por haber dejado la iglesia. Nadie hablaba de enfermedades mentales. No había psicólogos ni médicos especialistas a menos de cien kilómetros. La posta solo tenía aspirinas y paracetamol.

Un día, mamá desapareció. Salió al amanecer diciendo que iba a buscar a su madre al cementerio y no volvió. Buscamos por horas entre los surcos de papa y las calles polvorientas del pueblo. Cuando la encontramos, estaba sentada junto a una tumba, abrazando un ramo de flores secas y cantando una canción de cuna.

Esa noche, papá decidió llevarla a la ciudad para buscar ayuda. Yo me quedé con Lucía y los dos pasamos días enteros esperando noticias. Cuando volvieron, mamá estaba más tranquila pero ausente; los médicos dijeron que era «demencia temprana» y recetaron pastillas que apenas podíamos pagar.

La vida se volvió rutina de pastillas, llantos y silencios incómodos. Yo dejé la escuela para cuidar a mamá y trabajar en lo que podía: limpiando casas, vendiendo verduras en el mercado. Lucía se volvió callada; ya no jugaba ni reía como antes. Papá envejeció de golpe.

Una tarde cualquiera, mientras pelaba papas junto a Lucía, ella me miró con esos ojos grandes llenos de preguntas.

—¿Por qué mamá ya no me reconoce?

No supe qué decirle. Le acaricié el cabello y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.

A veces soñaba con irme lejos, estudiar en la ciudad y olvidarme del dolor de esta casa llena de fantasmas. Pero cada vez que veía a mamá sentada frente a la ventana, murmurando nombres del pasado o acariciando una muñeca vieja como si fuera un bebé, sentía una culpa feroz.

Una noche discutí con papá. Le grité que no podía más, que no era justo que yo tuviera que cargar con todo mientras él se refugiaba en el trabajo o en el silencio.

—¿Y qué quieres que haga?— gritó él también.— ¡No tengo plata! ¡No tengo fuerzas! ¡Esta enfermedad nos está matando a todos!

Nos abrazamos llorando como dos niños huérfanos.

El tiempo pasó y aprendimos a vivir con el dolor. Mamá tuvo días buenos y días malos; algunos días me llamaba por mi nombre y me sonreía como antes. Esos días eran un regalo.

Hoy escribo esto mientras Lucía hace su tarea y mamá duerme tranquila después de una tarde difícil. A veces pienso en todo lo que perdimos: mi juventud, los sueños de estudiar, la risa fácil de mi hermana. Pero también pienso en lo que aprendimos: a resistir juntos, a amar incluso cuando duele.

¿Hasta cuándo podremos seguir así? ¿Cuántas familias más viven este infierno en silencio? ¿Por qué nadie habla de estas cosas en nuestros pueblos?

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a la vida por habernos quitado tanto… ¿Ustedes también han sentido esa rabia y esa impotencia? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?