La huida de la novia: un destino entre rieles y promesas rotas

—¡Mariana, por Dios! ¿Qué estás haciendo? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, mientras yo, vestida de blanco, con el velo a medio poner y los zapatos en la mano, corría hacia la puerta trasera de la casa. El sudor me pegaba el vestido a la piel y sentía el corazón a punto de salirse del pecho.

No respondí. Solo corrí. Afuera, la tarde ardía sobre las calles polvorientas de San Miguel del Alto, Jalisco. El mariachi ya afinaba sus instrumentos y los invitados comenzaban a llenar la iglesia. Mi padre, seguro, ya estaba en la puerta, esperando darme el brazo. Pero yo no podía. No quería.

Corrí hasta la esquina donde don Chuy, el taxista del pueblo, dormía en su vocho azul. Golpeé la ventana con desesperación.

—¡Don Chuy! ¡Lléveme a la estación del tren, por favor! —le supliqué, con lágrimas en los ojos.

Me miró sorprendido, pero al ver mi cara supo que no era momento de preguntas. Arrancó el carro y nos alejamos del bullicio de mi boda. El velo ondeaba por la ventana como una bandera de rendición.

En el camino, mi celular vibraba sin parar: mensajes de mi hermana, de mi tía Lupita, de mi prometido, Julián. «¿Dónde estás?», «¿Qué te pasa?», «No nos hagas esto». Cerré los ojos y apreté el teléfono contra mi pecho. No podía contestar. No podía explicarles que no era Julián el problema, sino yo. Yo y ese vacío que sentía cada vez que pensaba en mi futuro junto a él.

Llegamos a la estación justo cuando el tren a Guadalajara estaba por salir. Don Chuy me miró con compasión.

—¿Estás segura, hija? —preguntó.

—No lo sé —le respondí—. Pero tengo que intentarlo.

Subí al tren con el vestido arrastrando polvo y miradas curiosas. Me senté junto a la ventana y vi cómo el pueblo se hacía pequeño, cómo la iglesia quedaba atrás, cómo mi vida cambiaba para siempre.

En el vagón, una señora mayor me ofreció un pañuelo.

—¿Te dejaron plantada? —preguntó con una sonrisa triste.

—No… fui yo quien huyó —le confesé, sintiendo una mezcla de vergüenza y alivio.

Ella asintió como si entendiera todo.

—A veces hay que romperse para poder empezar de nuevo —me dijo.

Las palabras me calaron hondo. Pensé en Julián: buen hombre, trabajador, hijo del alcalde. Todos decían que era el partido perfecto. Pero yo nunca sentí mariposas por él. Mi corazón latía por otra persona: por Andrea, mi mejor amiga desde la secundaria. Nadie lo sabía. Nadie podía saberlo en un pueblo donde los chismes matan más rápido que las balas.

Recordé las noches en que Andrea y yo nos escapábamos al lago y hablábamos de sueños imposibles: ella quería ser artista en Ciudad de México; yo solo quería ser libre. Pero cuando mi familia descubrió lo nuestro, me encerraron en casa y organizaron mi boda con Julián para «curarme».

El tren avanzaba y yo lloraba en silencio. ¿Era cobarde por huir? ¿O valiente por buscar mi verdad?

Llegué a Guadalajara sin saber a dónde ir. Caminé por las calles hasta encontrar una pequeña fonda donde una señora me ofreció café y pan dulce.

—¿Vienes de alguna fiesta? —preguntó al ver mi vestido.

—Más bien vengo huyendo —le respondí.

Ella me sonrió y me dejó quedarme esa noche en un cuartito detrás de la cocina. Ahí, entre el olor a café y tortillas recién hechas, escribí una carta para Julián:

«Perdóname por no ser quien esperabas. Perdóname por no poder amarte como mereces. No es tu culpa ni la mía. Solo quiero ser honesta conmigo misma antes que con los demás».

La dejé en el mostrador de la fonda para que alguien la enviara al pueblo. No tenía valor para regresar ni para enfrentar a mi familia.

Los días pasaron lentos. Conseguí trabajo limpiando mesas y lavando platos. Cada noche soñaba con Andrea y con mi madre gritándome que era una vergüenza para la familia. Me dolía pensar en mi abuela rezando por mí, en mis primos burlándose, en Julián humillado ante todo el pueblo.

Un día, mientras barría la entrada de la fonda, vi a Andrea parada al otro lado de la calle. Tenía los ojos hinchados y cargaba una mochila vieja.

—¿Por qué huiste sin decirme nada? —me reclamó entre lágrimas.

Corrí a abrazarla y lloramos juntas como niñas asustadas.

—Tenía miedo… miedo de arruinarte la vida también —le dije.

—Ya la teníamos arruinada desde que nos obligaron a escondernos —me respondió—. Pero prefiero vivir contigo en cualquier parte antes que seguir fingiendo.

Esa noche hablamos hasta el amanecer. Decidimos buscar trabajo en otro estado, empezar de cero donde nadie nos conociera. Pero antes tenía que enfrentar a mi familia.

Llamé a casa después de semanas de silencio. Mi madre contestó llorando:

—¿Por qué nos hiciste esto? ¿Por qué te odias tanto?

—No me odio, mamá —le respondí—. Solo quiero ser feliz a mi manera.

Mi padre tomó el teléfono y me dijo que no regresara jamás si iba a seguir «con mis tonterías». Sentí que se me partía el alma, pero también supe que era libre por primera vez.

Andrea y yo nos fuimos a Monterrey. Conseguimos trabajo en una cafetería y rentamos un cuartito diminuto con vista al cerro. No fue fácil: hubo días sin dinero ni comida; noches llenas de miedo e incertidumbre; llamadas llenas de reproches y silencios dolorosos desde Jalisco.

Pero también hubo risas nuevas, amigos sinceros y momentos en los que sentí que todo valía la pena: cuando Andrea pintó nuestro primer cuadro juntas; cuando celebramos nuestro primer aniversario con tacos callejeros; cuando recibí un mensaje de mi hermana diciendo que me extrañaba y quería verme pronto.

Hoy miro atrás y me pregunto si hice bien o mal al huir aquel día. Sé que lastimé a muchos, pero también sé que no podía seguir viviendo una mentira solo para complacer a los demás.

A veces sueño con regresar al pueblo y abrazar a mis padres sin miedo ni vergüenza. A veces creo que ese día llegará; otras veces pienso que nunca sucederá.

Pero aquí estoy: viva, amando sin esconderme, aprendiendo a perdonarme poco a poco.

¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre su felicidad o la aceptación de su familia? ¿Vale más vivir para uno mismo o para los demás?