Padre sin rostro: la historia de un hijo inesperado

—¿Cómo que tienes un hijo y no sabes quién es la madre? —La voz de mi madre retumbó en el pequeño comedor, donde el olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión que llenaba el aire.

No supe qué responder. Tenía treinta años y hasta hace poco, mi vida era la de cualquier soltero en Ciudad de México: libertad, fiestas con los amigos en la Condesa, tacos al pastor a las tres de la mañana, y relaciones pasajeras que nunca pasaban del domingo por la tarde. Siempre creí que tenía tiempo para todo, incluso para ser padre. Pero esa mañana, mientras veía a mi madre llorar y a mi padre apretar los puños bajo la mesa, entendí que el tiempo no espera a nadie.

Todo empezó hace dos meses, cuando recibí una llamada extraña. Era una voz femenina, temblorosa, que apenas podía articular palabras entre sollozos. “Eres el papá… por favor, ven al hospital Juárez. El niño te necesita.”

Pensé que era una broma. ¿Yo? ¿Papá? Ni siquiera recordaba el nombre de la última chica con la que había salido. Pero algo en su tono me hizo ir. Llegué al hospital con el corazón en la garganta y las manos sudorosas. Allí, una enfermera me entregó un bebé envuelto en una manta azul. No había madre a la vista, solo una nota: “No puedo cuidarlo. Confío en ti.”

Desde ese día, mi vida se volvió un torbellino. Mis amigos dejaron de invitarme a las fiestas; algunos me miraban con lástima, otros con burla. Mi familia se dividió: mi madre quería criar al niño como si fuera suyo, mi padre decía que debía buscar a la madre y exigirle responsabilidades. Mi hermana Lucía, siempre tan directa, me preguntó sin rodeos:

—¿Y si ni siquiera es tuyo? ¿Ya te hiciste la prueba?

No lo había hecho. No quería saberlo. Había algo en los ojos del bebé —a quien llamé Emiliano— que me hacía sentir responsable, aunque el miedo me carcomía por dentro.

Las noches eran eternas. Emiliano lloraba sin parar y yo no sabía cómo calmarlo. Aprendí a preparar biberones viendo videos en YouTube y a cambiar pañales entre lágrimas y risas nerviosas. A veces, mientras lo acunaba en mis brazos, pensaba en todas las mujeres con las que había estado en los últimos meses. ¿Quién sería su madre? ¿Por qué me eligió a mí? ¿Por qué se fue?

Intenté buscar respuestas. Revisé mis mensajes antiguos, llamé a números desconocidos, incluso fui a bares donde solía ligar para preguntar si alguien sabía algo. Nadie tenía información. La policía me dijo que no podían hacer nada sin pruebas o una denuncia formal.

Mientras tanto, Emiliano se convirtió en el centro de mi mundo. Perdí mi trabajo porque llegaba tarde o faltaba por llevarlo al pediatra. Mis ahorros se esfumaron en pañales y leche en polvo. Empecé a vender mis cosas: primero la televisión, luego mi guitarra favorita, hasta que solo me quedó una vieja chamarra de mezclilla y el carrito del bebé.

Una tarde lluviosa, mi padre entró a mi cuarto sin tocar la puerta. Me encontró sentado en el suelo, con Emiliano dormido sobre mi pecho.

—Hijo —dijo con voz quebrada—, yo tampoco sé qué haría en tu lugar. Pero ese niño merece saber quién es su madre… y tú también.

Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez vi miedo en los ojos de mi padre.

Al día siguiente fui al hospital con Emiliano y pedí hablar con la trabajadora social. Me dijeron que la mujer que lo dejó era joven, morena, con acento de Oaxaca. Nadie sabía su nombre real; usó documentos falsos para ingresar al hospital.

Salí de ahí más confundido que nunca. ¿Y si su madre estaba huyendo de algo peor? ¿Y si Emiliano era fruto de una historia aún más oscura?

Las semanas pasaron y aprendí a sobrevivir con poco: arroz con huevo para mí, leche para Emiliano; caminatas largas para dormirlo; cuentos inventados para calmar su llanto. Mi madre empezó a ayudarme más; incluso tejió una cobija para el niño y le cantaba canciones de cuna en zapoteco, recordando sus raíces.

Un día, mientras paseábamos por el parque México, una mujer se acercó corriendo hacia nosotros. Tenía el cabello recogido y los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Tú eres Santiago? —preguntó con voz temblorosa.

Asentí, apretando fuerte el carrito.

—Soy Teresa… soy la prima de la mamá de Emiliano.

El mundo se detuvo por un instante.

Teresa me contó la verdad: su prima, Mariana, había llegado a Ciudad de México desde Oaxaca buscando trabajo como empleada doméstica. Se enamoró de un hombre mayor —yo— durante una noche de fiesta y nunca volvió a saber de él hasta que supo que estaba embarazada. Mariana tenía miedo; no tenía papeles ni familia cerca y decidió dejar al niño conmigo porque creía que yo podría darle una vida mejor.

—Mariana está bien —dijo Teresa— pero no puede regresar por ahora. Solo quiere saber si Emiliano está bien…

Le mostré fotos del niño y le prometí cuidarlo siempre.

Esa noche lloré como nunca antes. Por Mariana, por Emiliano, por mí mismo y por todos los sueños rotos que quedaron en el camino.

Hoy Emiliano tiene seis meses y sonríe cada vez que escucha mi voz. No sé si algún día Mariana regresará ni si podré perdonarme por no haber estado ahí desde el principio. Pero cada vez que lo abrazo siento que todo este dolor valió la pena.

A veces me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo hay allá afuera? ¿Cuántos hijos crecen sin saber quiénes son sus padres o madres? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?