Solo una peluquera: La historia de Mariana
—¿Así que tú eres la famosa Mariana? —preguntó con sorna uno de los amigos de Diego, mientras yo sostenía la bandeja con jugos en la pequeña fiesta de cumpleaños que él había organizado en su casa. Diego ni siquiera me miró. Solo sonrió, nervioso, y respondió: —Sí, ella es… bueno, solo es la peluquera del barrio.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara, cómo las risas ahogadas de sus amigos me atravesaban el pecho como agujas. No era la primera vez que alguien me llamaba así, pero escucharlo de Diego, el chico al que yo creía amar, dolía mucho más. ¿Solo una peluquera? ¿Eso era todo lo que veía en mí?
Recuerdo perfectamente el día en que mi vida cambió. Tenía diecisiete años y acababa de regresar del colegio cuando encontré a mi madre sentada en la cama, temblando de fiebre. Mi padre ya no estaba; había dejado una nota diciendo que se iba a buscar trabajo a Chile, pero nunca volvió ni llamó. Yo, como la mayor de tres hermanos, supe que no podía esperar ayuda de nadie más.
La señora Rosa, dueña del salón de belleza en la esquina, me ofreció trabajo como ayudante. Al principio solo barría cabellos y lavaba cabezas, pero pronto aprendí a cortar puntas y a teñir canas. El olor a tinte y el sonido constante del secador se volvieron parte de mi vida. Cada peso que ganaba era para comprar medicinas para mamá o cuadernos para mis hermanos.
—Mariana, ¿puedes quedarte hasta tarde hoy? —me preguntó la señora Rosa una tarde lluviosa—. Hay muchas clientas y necesito ayuda.
—Claro, señora Rosa —respondí sin dudarlo. ¿Qué otra opción tenía?
Así pasaron los meses. Me acostumbré a las miradas de lástima y a los comentarios malintencionados de algunas vecinas: “Pobrecita, tan joven y ya trabajando como adulta”. Pero yo no tenía tiempo para sentirme menos. Mi familia dependía de mí.
Fue en ese ambiente donde conocí a Diego. Él venía cada dos semanas a cortarse el cabello. Era simpático, siempre hacía bromas y me preguntaba por mi día. Un día me invitó a salir después del trabajo. Caminamos por el parque y hablamos de sueños: él quería ser ingeniero, yo solo quería que mi mamá se curara.
Empezamos a vernos más seguido. Me hacía sentir especial, como si mi vida pudiera ser diferente. Pero todo cambió esa noche en su casa, cuando me presentó ante sus amigos como “solo la peluquera”.
Esa noche lloré en silencio mientras mis hermanos dormían. Miré las manos agrietadas por el agua y los químicos, las uñas cortas y sin pintar. ¿Era eso lo que yo era? ¿Una simple peluquera?
Al día siguiente fui al trabajo con los ojos hinchados pero la cabeza en alto. La señora Rosa notó mi tristeza.
—¿Qué te pasa, hija? —me preguntó mientras preparábamos los tintes.
—Nada, solo estoy cansada —mentí.
Pero ella insistió:
—No dejes que nadie te haga sentir menos por lo que haces. Este trabajo es digno. Aquí han pasado muchas mujeres valientes como tú.
Sus palabras me dieron fuerzas. Decidí que no iba a dejar que Diego o nadie más me humillara.
Unos días después, Diego vino al salón con su madre. Ella quería un cambio de look para una boda importante. Mientras le lavaba el cabello, escuché cómo le decía a Diego:
—¿Estás seguro que esta chica sabe lo que hace? No quiero terminar como payasa.
Diego solo se encogió de hombros y miró su celular.
Respiré hondo y me concentré en mi trabajo. Al terminar, la madre de Diego se miró al espejo y sonrió sorprendida:
—¡Me veo diez años más joven! —exclamó—. Mariana, tienes manos mágicas.
Diego me miró por primera vez con respeto, pero ya era tarde.
Esa tarde, cuando cerramos el salón, lo vi esperándome afuera.
—Mariana, espera —dijo—. Quiero disculparme por lo del otro día…
Lo interrumpí:
—No tienes que disculparte conmigo, Diego. Pero sí deberías aprender a valorar a las personas por lo que son y no por lo que hacen.
Él bajó la cabeza avergonzado.
—Yo… no sabía cómo presentarte ante mis amigos. Ellos son muy…
—¿Clasistas? —lo interrumpí otra vez—. Pues yo sí sé quién soy y no me avergüenzo.
Me fui caminando bajo la lluvia, sintiendo por primera vez en mucho tiempo orgullo por mí misma.
Esa noche llegué a casa y abracé a mi madre con fuerza.
—¿Estás bien, hija? —me preguntó con voz débil.
—Sí, mamá —le respondí—. Hoy aprendí que nadie puede hacerme sentir menos si yo no lo permito.
Con el tiempo seguí trabajando en la peluquería y estudiando por las noches. Mis hermanos terminaron la secundaria y mi mamá poco a poco mejoró su salud. La señora Rosa me ofreció asociarme con ella y juntas modernizamos el salón; ahora es uno de los más conocidos del barrio.
A veces veo a Diego pasar por la calle con sus amigos de siempre. Ya no siento rencor ni tristeza; solo agradecimiento porque su desprecio me enseñó a valorarme más.
Hoy puedo decir con orgullo: sí, soy peluquera. Pero también soy hija, hermana y mujer luchadora.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que alguien los menosprecia por su trabajo o su origen? ¿Cómo respondieron ante esa humillación?