Vacaciones rotas en el lago: Cuando mi suegra convirtió mi sueño en pesadilla

—¿Por qué le pusiste tanta sal al guiso, Camila? —La voz de Doña Elena retumbó en la pequeña cocina de la cabaña, mientras yo intentaba disimular el temblor en mis manos. Pedro, sentado en la mesa, bajó la mirada al plato como si buscara refugio entre los frijoles y el arroz.

No era la primera vez que mi suegra criticaba mi forma de cocinar, pero sí la primera vez que lo hacía tan abiertamente, frente a Pedro y a los niños. El Lago de Chapala se veía hermoso desde la ventana, pero dentro de esa cabaña sentía que el aire se volvía más denso con cada palabra suya.

—Está bien, mamá —dijo Pedro en voz baja—. Camila hizo lo mejor que pudo.

—¿Lo mejor? —Doña Elena soltó una risa seca—. En mi casa nunca se comió así. Pero bueno, cada quien con sus costumbres.

Apreté los labios y me obligué a sonreír. Había soñado con estas vacaciones durante meses. Pensé que sería una oportunidad para sanar las heridas que la rutina y los problemas económicos habían dejado en nuestro matrimonio. Pero desde que llegamos, sentí que Doña Elena se adueñó del espacio y de Pedro. Ella decidía a qué hora desayunábamos, qué actividades hacíamos y hasta cómo debían vestirse los niños.

La primera noche apenas pude dormir. Escuchaba a Pedro y a su madre conversando en la terraza, riendo como si yo no existiera. Me pregunté si era yo la que estaba exagerando, si tal vez debía ser más paciente. Pero al día siguiente, cuando quise llevar a los niños a nadar al lago, Doña Elena se interpuso.

—No los lleves tú sola, Camila. No sabes si hay corrientes peligrosas. Mejor los llevo yo más tarde —dijo, tomando las llaves del coche.

Pedro solo asintió y me miró como pidiéndome que no hiciera un escándalo. Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué tenía que pedir permiso para disfrutar a mis propios hijos?

Esa tarde, mientras ellos salían a pasear por el malecón, me quedé sola en la cabaña. Lloré en silencio, sintiéndome una intrusa en mi propia familia. Recordé las veces que Pedro me prometió que su madre solo estaría unos días con nosotros, que respetaría nuestro espacio. Pero ahora veía claro que él no sabía poner límites.

Cuando regresaron, Doña Elena traía bolsas con dulces típicos y juguetes para los niños. Me miró de reojo y dijo:

—¿Ves? Así es como se les consiente.

Esa noche, después de acostar a los niños, enfrenté a Pedro.

—¿Por qué permites que tu mamá me trate así? —le pregunté con la voz quebrada.

Pedro suspiró.—No quiero problemas, Camila. Ya sabes cómo es mi mamá. Mejor ignórala.

—No puedo ignorarla cuando me hace sentir menos frente a ti y a los niños —le respondí—. Necesito que me defiendas.

Pedro se quedó callado. Sentí que una parte de mí se rompía.

Los días siguientes fueron una batalla constante. Doña Elena criticaba todo: cómo vestía a los niños, cómo organizaba las comidas, incluso cómo hablaba. Una mañana escuché cómo le decía a Pedro:

—Te advertí que Camila no era para ti. Pero tú nunca escuchas.

Me dolió hasta el alma. Quise gritarle que yo también tenía derecho a ser feliz, que también era madre y esposa. Pero las palabras se atoraron en mi garganta.

El penúltimo día de las vacaciones, exploté. Estábamos todos sentados en la mesa cuando Doña Elena empezó a burlarse de mi acento costeño frente a unos vecinos del lago.

—Camila habla tan raro… casi ni se le entiende —dijo riendo.

Sentí cómo me ardían las mejillas. Me levanté de la mesa y salí corriendo hacia el muelle. El lago estaba tranquilo, pero dentro de mí había una tormenta.

Pedro vino tras de mí minutos después.

—¿Por qué haces esto más difícil? —me reclamó—. Solo son unos días.

—¿Difícil? ¿Yo? —le grité—. ¡Tu mamá me humilla y tú no haces nada! ¿Eso es lo que quieres para nuestra familia?

Pedro bajó la cabeza.—No sé qué hacer…

—Pues yo sí —le dije con voz firme—. Si tú no pones límites, lo haré yo.

Esa noche dormí con los niños en una habitación aparte. Al día siguiente empacamos en silencio. De regreso a Guadalajara, sentí un vacío enorme pero también una extraña paz: había tomado una decisión.

Al llegar a casa le pedí a Pedro que habláramos solos.

—No puedo seguir así —le dije—. O pones límites con tu mamá o esto se acaba.

Pedro lloró por primera vez desde que lo conozco. Me pidió tiempo para pensar. Yo también lloré, pero por mí: por haber permitido tanto tiempo que alguien más decidiera sobre mi vida.

Hoy escribo esto sin saber si mi matrimonio sobrevivirá o no. Pero sí sé algo: nunca más dejaré que nadie me haga sentir menos en mi propia casa.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan por nosotros? ¿Cuántas veces hemos callado para evitar conflictos y terminamos perdiéndonos a nosotros mismos?