Mi Ángel Guardián
—¡Mariana, contesta ya ese teléfono!— gritó mi hermana Valeria desde la cocina, mientras el sonido insistente del celular rebotaba en las paredes húmedas de nuestro pequeño apartamento en Medellín. Yo lo miraba, temblando, como si fuera una bomba a punto de estallar. Era Julián otra vez. Mi Julián. El hombre que mi madre nunca aceptaría, el hombre que me enseñó a soñar con una vida distinta, lejos de la pobreza y las deudas que nos asfixiaban desde que papá se fue sin mirar atrás.
Pero no podía contestar. No esa noche. Mamá estaba en la habitación, tosiendo sangre en una servilleta, negándose a ir al hospital porque “no hay plata para doctores, mija”. Yo tenía diecinueve años y sentía el peso del mundo sobre mis hombros. ¿Cómo elegir entre el amor y la sangre? ¿Cómo no sentirme egoísta por querer escapar?
Valeria entró furiosa al cuarto. —¿Vas a seguir ignorándolo?— preguntó, cruzándose de brazos. —Si no quieres hablar con él, apaga el celular y ya.
—Estoy esperando una llamada de la clínica— mentí, aunque en parte era verdad. Había dejado mis datos para un trabajo de medio tiempo limpiando pisos. No era lo que soñaba, pero cualquier cosa era mejor que ver a mamá consumirse sin remedio.
Valeria bufó y salió dando un portazo. El teléfono volvió a sonar. Julián. Otra vez. Cerré los ojos y recordé su voz la última vez que hablamos:
—Mariana, vámonos juntos. Tengo un primo en Cali que nos puede ayudar. No tienes por qué quedarte aquí sufriendo.
Pero yo sí tenía razones. Mamá. Valeria. Incluso mi hermano menor, Samuel, que apenas tenía ocho años y aún creía que los ángeles existían.
La lluvia golpeaba fuerte contra las ventanas cuando mamá me llamó con voz débil:
—Mija… ¿estás ahí?
Corrí a su lado. Su piel estaba fría y sus ojos hundidos.
—No te preocupes, mamá. Todo va a estar bien— mentí otra vez, porque era lo único que podía hacer.
Esa noche no dormí. Pensé en Julián, en sus manos cálidas y su risa fácil. Pensé en mamá, en sus sacrificios, en cómo vendía empanadas bajo el sol para darnos de comer. Pensé en mí misma y en lo injusto que era tener que elegir.
Al día siguiente, mientras preparaba café aguado para todos, Valeria me miró con resentimiento.
—¿Sabes qué dice la gente del barrio? Que andas con ese Julián solo para salir de pobre.
Sentí la sangre hervir.
—¿Y qué si fuera cierto? ¿Acaso tú no quieres salir de aquí?
Valeria se quedó callada. Sabía que tenía razón.
Ese mediodía llegó la vecina, doña Rosa, con malas noticias: habían despedido a mamá del puesto de limpieza por faltar tanto. El dinero se acababa y las cuentas crecían como maleza.
Esa tarde Julián vino a buscarme. Lo vi desde la ventana: alto, moreno, con esa sonrisa triste que me partía el alma.
—Mariana, por favor— suplicó cuando salí al pasillo—. No puedo verte así. Déjame ayudarte.
—No puedo dejar a mi familia— respondí con lágrimas en los ojos.
—¿Y quién te ayuda a ti?— preguntó él, tomándome las manos.
No supe qué decirle. Sentí rabia contra el mundo, contra mi padre ausente, contra la enfermedad de mamá, contra la pobreza que nos robaba hasta los sueños.
Esa noche discutí con Valeria hasta quedarnos sin voz. Ella me acusó de egoísta; yo le grité que estaba cansada de cargar con todo.
Mamá nos escuchó desde su cama y lloró en silencio. Samuel se tapó los oídos para no oírnos pelear.
Al día siguiente, mamá empeoró. Llamé a Julián sin pensarlo dos veces.
—Necesito tu ayuda— le dije entre sollozos.
Él llegó en minutos y nos llevó al hospital en su moto desvencijada. Allí nos dijeron lo que temíamos: cáncer avanzado. Sin seguro médico ni recursos, solo quedaba esperar un milagro.
Julián no se fue de mi lado ni un segundo. Me abrazó cuando sentí que el mundo se desmoronaba.
—No estás sola— me susurró al oído.
Esa noche, mientras veía dormir a mamá conectada a tubos y máquinas viejas, entendí que mi vida nunca sería fácil ni justa. Pero también entendí que el amor verdadero es aquel que permanece cuando todo lo demás se derrumba.
Volvimos a casa con el corazón roto y los bolsillos vacíos. Valeria me abrazó por primera vez en meses y Samuel me regaló un dibujo de un ángel cuidando a una familia triste.
Julián siguió viniendo cada día, trayendo comida y esperanza. Mi madre empezó a aceptarlo poco a poco, viendo cómo se desvivía por nosotros.
Un día me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:
—Tal vez él sea tu ángel guardián, mija.
Hoy mamá sigue luchando y yo sigo trabajando donde puedo. Julián está conmigo y juntos enfrentamos cada tormenta. A veces pienso en todo lo que perdí… pero también en todo lo que gané.
¿Hasta dónde llegarías tú por amor? ¿Qué harías si tu familia y tu corazón te piden caminos opuestos? A veces la vida nos obliga a elegir… pero quizás el verdadero milagro es no rendirse nunca.