No habrá boda: Entre sueños rotos y promesas familiares
—¡Magda! ¡Ven rápido, tu papá se cayó!— gritó mi mamá desde el patio, su voz temblando como nunca antes. Dejé caer el libro de pedagogía que estaba leyendo para mi examen final y corrí. Mi papá, ese hombre fuerte que siempre arreglaba todo en casa, yacía en el suelo, su pierna torcida de una manera imposible. El sudor frío me recorrió la espalda.
Esa noche en el hospital, mientras los médicos murmuraban palabras que no entendía, sentí cómo mi mundo se desmoronaba. Mi mamá, doña Teresa, apretaba mi mano con tanta fuerza que casi me dolía. —Magdalena, tenemos que ser fuertes— susurró. Yo solo asentí, tragando las lágrimas.
Terminé el estudio pedagógico con honores. Todos decían que tenía futuro, que debía irme a la capital a estudiar en la universidad. Mi sueño era ser profesora universitaria, inspirar a otros niños como yo, de un barrio humilde de San Miguel de Tucumán. Pero cuando dieron de alta a mi papá, ya no era el mismo: ahora dependía de una silla de ruedas y de nosotras para todo.
—Mamá, ¿y si pido una beca?— pregunté una tarde mientras le ayudaba a bañar a papá.
—¿Y quién va a cuidar a tu padre?— respondió sin mirarme. —Yo ya pedí licencia en la escuela, pero no sé cuánto tiempo más podré seguir así.
El silencio se instaló entre nosotras como un muro. Mi hermano menor, Emiliano, apenas tenía 14 años y pasaba más tiempo en la calle que en casa. Yo sentía que todo el peso del mundo caía sobre mis hombros.
Un día llegó Javier, mi novio desde hace tres años. Él siempre había soñado con casarse conmigo cuando terminara mis estudios.
—Magda, ¿y si nos casamos ya? Podemos mudarnos juntos a la capital. Yo consigo trabajo y tú estudias— me propuso con esa sonrisa que antes me derretía.
Pero yo solo podía pensar en mi mamá, en mi papá postrado y en Emiliano cada vez más rebelde.
—No puedo dejar a mi familia ahora, Javier. No sería justo— le respondí con la voz quebrada.
Él se levantó bruscamente de la silla.
—¿Y yo? ¿No importo? Siempre es tu familia primero. ¿Y tus sueños? ¿Y nosotros?
No supe qué decirle. Solo lloré cuando se fue dando un portazo.
Las semanas pasaron y la rutina se volvió asfixiante: levantarme temprano para ayudar a papá, preparar el desayuno, limpiar la casa, cuidar que Emiliano no se metiera en problemas y acompañar a mamá al hospital para las terapias de papá. Mis amigas dejaron de llamarme; ya no tenía tiempo ni energía para salir.
Una tarde escuché a mamá llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi con la cabeza entre las manos.
—Perdón, hija… Esto no era lo que quería para ti— sollozaba.
Me arrodillé a su lado y la abracé fuerte.
—No te preocupes, mamá. Somos familia. Vamos a salir adelante juntas.
Pero por dentro sentía rabia. Rabia contra el destino, contra el sistema que nos obliga a elegir entre los sueños y la familia. Rabia porque en nuestro pueblo no hay universidad y porque aquí los sueños siempre parecen más lejanos.
Un día Emiliano no volvió a casa. Lo buscamos toda la noche hasta que la policía nos llamó: lo habían detenido por andar con unos chicos robando celulares en el centro. Cuando fui a buscarlo, lo encontré cabizbajo detrás de las rejas.
—Perdón, Magda… No quería meterte en más problemas— murmuró.
Esa noche no dormí. Sentí que todo se desmoronaba: mi papá sin poder caminar, mi mamá agotada y mi hermano perdido. ¿Dónde quedaba Magdalena en todo esto?
Pasaron los meses y Javier dejó de buscarme. Supe por una amiga que empezó a salir con otra chica de la universidad. Sentí celos y tristeza, pero sobre todo una profunda soledad.
Un domingo, mientras empujaba la silla de ruedas de papá por la plaza del barrio, él me miró con ojos llenos de lágrimas.
—Hija… No quiero ser una carga para ti. Tienes derecho a vivir tu vida— dijo con voz temblorosa.
Me arrodillé frente a él y le tomé las manos.
—Papá, tú eres mi vida. Pero… ¿y mis sueños? ¿Algún día podré cumplirlos?
Él me abrazó como pudo y lloramos juntos bajo el sol del mediodía tucumano.
Con el tiempo logré conseguir un trabajo como maestra suplente en una escuelita rural cercana. No era la universidad ni la gran ciudad, pero al menos podía enseñar algo y sentirme útil fuera de casa. Cada día volvía agotada, pero con una pequeña chispa de esperanza encendida en el pecho.
A veces pienso en lo que pudo haber sido: si mi papá no hubiera tenido ese accidente, si hubiera podido irme a estudiar lejos, si Javier hubiera esperado… Pero también pienso en todo lo que aprendí: el valor de la familia, la fuerza para seguir adelante aunque todo parezca perdido.
Hoy miro a Emiliano, que poco a poco volvió al colegio y dejó las malas juntas; miro a mamá que volvió a trabajar medio turno; miro a papá que sonríe cuando le leo los cuentos de mis alumnos… Y aunque sigo soñando con la universidad, sé que hice lo correcto.
¿Pero acaso está bien renunciar a uno mismo por los demás? ¿Cuántas Magdalenas hay allá afuera sacrificando sus sueños por amor? ¿Vale la pena?
¿Y tú qué harías si estuvieras en mi lugar?