No sé cuánto cobra mi papá de jubilación, y tampoco me importa: El viaje de un hijo desde la indiferencia hasta la comprensión
—¿Y tú sabes cuánto cobra tu papá de jubilación? —me preguntó Carolina mientras nos servíamos café en la oficina.
Me quedé en silencio, mirando el azúcar disolverse en la taza. No supe qué responder. La verdad es que nunca me había importado. Mi papá siempre fue un hombre reservado, de esos que hablan poco y trabajan mucho. Crecí en una casa de paredes delgadas y palabras aún más frágiles, en un barrio de Ciudad de México donde los vecinos se enteran de todo menos de lo que realmente importa.
—No tengo idea —respondí al fin, encogiéndome de hombros—. Y, para serte sincero, nunca me ha interesado.
Carolina me miró con una mezcla de sorpresa y lástima. Yo desvié la mirada hacia la ventana, donde el tráfico rugía como todos los días. ¿Por qué debería importarme? Mi papá y yo éramos como dos extraños compartiendo techo. Él con sus silencios, yo con mis ausencias.
Pero esa pregunta se me quedó clavada como una astilla bajo la piel. Esa noche, al llegar a casa, encontré a mi papá sentado frente al televisor apagado, con la mirada perdida. Mi mamá había muerto hacía tres años y desde entonces él parecía más una sombra que una persona.
—¿Todo bien, papá? —pregunté, sin esperar respuesta.
Él asintió sin mirarme. Yo fui a mi cuarto, pero no pude concentrarme en nada. La pregunta de Carolina me taladraba la cabeza: ¿de verdad no me importaba?
Recordé mi infancia: los domingos en el parque, los partidos de fútbol que él nunca fue a ver, las veces que llegaba tarde porque tenía que hacer horas extra en la fábrica. Siempre pensé que era su forma de evadirse, pero nunca pregunté por qué.
Al día siguiente, en la oficina, Carolina volvió a sacar el tema:
—Mi papá apenas recibe lo suficiente para sus medicinas —me contó—. A veces pienso que no lo conozco tanto como debería.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Y si mi papá también necesitaba ayuda? ¿Y si yo era demasiado egoísta para verlo?
Esa noche, decidí hablar con él. Me senté a su lado en el sofá y apagué el televisor.
—Papá, ¿cómo estás con el dinero? ¿Te alcanza la jubilación?
Me miró sorprendido, como si no esperara esa pregunta de mí.
—No te preocupes por eso, hijo —dijo después de un largo silencio—. Siempre me las he arreglado.
Pero noté el temblor en sus manos y la tristeza en sus ojos. Por primera vez vi a mi papá como un hombre vulnerable, no solo como el proveedor incansable que siempre había sido.
Los días siguientes me dediqué a observarlo: cómo contaba las monedas antes de ir al mercado, cómo recortaba cupones del periódico, cómo evitaba prender el ventilador aunque el calor fuera insoportable. Me sentí avergonzado por mi indiferencia.
Una tarde, mientras lavábamos los platos juntos —algo que rara vez hacíamos—, le pregunté:
—Papá, ¿por qué nunca me hablaste de tus problemas?
Él suspiró y se secó las manos en el delantal.
—No quería preocuparte. Pensé que era mi responsabilidad cargar con todo.
Me quedé callado. Recordé todas las veces que yo también había guardado mis problemas para no preocuparlo a él. Éramos dos desconocidos viviendo bajo el mismo techo, cada uno encerrado en su propio mundo.
Un día encontré una carta vieja entre sus cosas. Era de mi abuelo, escrita en 1978, donde le pedía perdón por haberlo abandonado cuando era niño. Mi papá nunca me habló de eso. De repente entendí muchas cosas: su silencio, su miedo a pedir ayuda, su obsesión por no ser una carga para nadie.
Esa noche cenamos juntos sin decir mucho. Pero sentí que algo había cambiado entre nosotros. Empecé a acompañarlo al mercado los sábados y a ayudarle con las cuentas. No era mucho, pero era un comienzo.
Un domingo cualquiera, mientras tomábamos café en la terraza, me atreví a decirle:
—Perdón por no haber estado antes para ti.
Él sonrió débilmente y puso su mano sobre la mía.
—Nunca es tarde para empezar de nuevo, hijo.
Desde entonces nuestra relación cambió poco a poco. Aprendí a escuchar sus silencios y él aprendió a confiarme sus preocupaciones. Descubrí que detrás del hombre duro había un niño herido que solo quería ser comprendido.
Ahora entiendo que la indiferencia es una forma de defensa, pero también una cárcel. Mi papá no necesitaba un héroe; solo necesitaba un hijo dispuesto a mirar más allá de sí mismo.
A veces me pregunto cuántas historias como la nuestra se repiten en tantas casas latinoamericanas: padres e hijos separados por secretos y silencios, por miedo o por orgullo. ¿De verdad basta con preocuparnos solo por nuestra propia vida? ¿O tenemos una responsabilidad hacia quienes amamos?
¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que preguntaste cómo estaba realmente tu papá?