No Te Regalé el Departamento, Solo Te Lo Presté: Una Historia de Familia y Desencuentros
—¡Pero mamá, tú me dijiste que el departamento era mío! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada por la rabia.
Yo, parada en la puerta del pequeño departamento en Caballito, sentí cómo mi corazón se apretaba. Afuera, el bullicio de Buenos Aires seguía su curso, ajeno a nuestro drama. Por un instante, quise retroceder el tiempo, volver a cuando mis hijos eran pequeños y todo parecía más sencillo. Pero ya no éramos los mismos.
—No, Lucía. Te lo presté para que vivieras mientras te organizabas —le respondí, intentando mantener la calma—. Nunca fue un regalo. No puedes venderlo ni alquilarlo. Es de la familia.
Ella me miró como si acabara de traicionarla. Y quizás, en cierto modo, así era. Porque en mi afán de protegerla, había creado una ilusión que ahora se desmoronaba entre nosotras.
Gabriel, mi hijo mayor, vive en Córdoba con su esposa Mariana y su hijo Tomás. Siempre fue el responsable, el que siguió las reglas. Cuando se fue a estudiar ingeniería, apenas terminó la secundaria, sentí orgullo y tristeza a partes iguales. Ahora tiene su casa propia, un trabajo estable y una familia hermosa. A veces siento que lo perdí para siempre.
Lucía es distinta. Siempre fue la artista, la rebelde. Cambió de carrera tres veces: primero arquitectura, después diseño gráfico y ahora fotografía. Trabajos temporales, novios pasajeros, sueños grandes y pies descalzos. Cuando le ofrecí el departamento de la abuela para que pudiera independizarse, pensé que le estaba dando una oportunidad. Nunca imaginé que ese gesto se convertiría en una fuente de resentimiento.
—¿Y qué esperás que haga ahora? —me desafió Lucía—. No tengo plata para pagar un alquiler en esta ciudad. Apenas llego a fin de mes con los trabajos que consigo.
—Podés seguir viviendo acá —le dije—, pero con la condición de que cuides el lugar y no traigas desconocidos a dormir cada semana. Esto no es un hostel.
Ella bufó y se dejó caer en el sillón desvencijado que alguna vez fue de mi madre. Miré alrededor: las paredes llenas de fotos en blanco y negro, plantas marchitas en la ventana, una pila de libros sobre la mesa ratona. El departamento tenía vida propia, pero también cicatrices.
Recordé cuando Lucía me llamó llorando porque no podía pagar el alquiler del último lugar donde vivió. Me sentí culpable por no haberle dado más herramientas para enfrentar la vida. Por eso le ofrecí este refugio. Pero ahora me preguntaba si había hecho bien.
Esa noche, al volver a casa, llamé a Gabriel. Su voz sonaba cansada pero cálida.
—Mamá, no te hagas mala sangre —me dijo—. Lucía siempre fue así. Dale tiempo.
—No es solo eso —le confesé—. Siento que fallé como madre. A vos te di alas y a ella… ¿qué le di? ¿Una jaula disfrazada de libertad?
Gabriel guardó silencio unos segundos antes de responder:
—A veces uno hace lo mejor que puede con lo que tiene. No te castigues tanto.
Colgué sintiéndome un poco menos sola pero igual de confundida.
Pasaron los días y la tensión con Lucía no cedía. Un sábado por la tarde, fui al departamento sin avisar. La encontré sentada en el piso, rodeada de cajas.
—¿Te vas? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—No sé —me respondió sin mirarme—. Me ofrecieron un trabajo en Valparaíso, en Chile. Es temporal, pero… capaz es lo que necesito para empezar de cero.
Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches. Me contó sus miedos, sus frustraciones, sus ganas de encontrar su propio camino sin sentir que me decepciona a cada paso.
—Siempre sentí que vivía a tu sombra —me confesó—. Que nada de lo que hago es suficiente para vos.
Le tomé la mano y lloramos juntas. Le pedí perdón por mis errores y ella me pidió paciencia para equivocarse sola.
Antes de irse, dejó una carta sobre la mesa:
“Mamá: Gracias por darme un techo cuando más lo necesité. Sé que no siempre lo valoré como debía. Me voy porque necesito aprender a volar sola, aunque me dé miedo caerme. No te preocupes por mí. Te quiero.”
El departamento quedó vacío otra vez. Pero esta vez sentí alivio en lugar de culpa.
Hoy miro las llaves sobre mi mesa y pienso en todo lo que significa un hogar: ¿Es solo un lugar físico o es el espacio donde aprendemos a ser quienes somos? ¿Cuándo hay que soltar a los hijos para que encuentren su propio camino?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el amor y dónde empieza el deber de dejar ir?