Cuando el silencio cumple años: la soledad de Mariana

—¿Y si nadie llama este año? —me pregunté en voz baja, mientras el reloj marcaba las 7:03 de la mañana y la luz de la ciudad apenas se colaba por la cortina. El teléfono, ese cómplice de tantos cumpleaños felices, yacía mudo sobre la mesa. Antes, a esta hora, ya habría recibido al menos tres mensajes y una llamada de mi mamá, pero ella ya no está. Y mis amigos… bueno, ¿siguen siendo mis amigos?

Me llamo Mariana López y nací en Medellín hace 38 años. Si alguien me hubiera dicho hace una década que pasaría mi cumpleaños sola, me habría reído en su cara. Yo era la que organizaba las cenas, la que mandaba memes a las 2 de la mañana, la que escuchaba los dramas ajenos con paciencia infinita. En mi apartamento siempre había café recién hecho y risas hasta tarde. Pero hoy, solo hay silencio.

Recuerdo cuando cumplí 30. Mi hermana Lucía llegó con una torta enorme y globos de colores. Mis amigos del trabajo llenaron el balcón de flores y hasta Don Ernesto, el portero, subió a felicitarme con una arepa recién hecha. Ese día sentí que nada podía cambiar esa felicidad. Pero la vida tiene su propio ritmo, y a veces te arrastra sin que te des cuenta.

—¿Vas a celebrar este año? —me preguntó Lucía hace dos semanas por WhatsApp.
—No sé… tal vez algo pequeño —respondí, aunque sabía que no tenía ganas ni de salir de la cama.
—¡Anímate! Yo llevo el vino —insistió ella.
Pero Lucía ahora vive en Cali y tiene dos hijos pequeños. Sé que no vendrá.

El trabajo también cambió. Hace tres años me despidieron de la agencia de publicidad donde pasé casi una década. Al principio pensé que sería fácil encontrar algo nuevo, pero la pandemia lo complicó todo. Algunos compañeros se fueron del país, otros simplemente dejaron de contestar mis mensajes. La distancia se volvió costumbre.

Mis amigas del barrio se casaron o se mudaron lejos. A veces veo sus fotos en Instagram: fiestas infantiles, viajes a Cartagena, cenas familiares. Me alegro por ellas, pero no puedo evitar sentirme fuera de lugar. ¿En qué momento dejé de ser parte de sus vidas?

Hoy es mi cumpleaños número 38 y el único sonido es el del refrigerador. Me preparo un café y trato de convencerme de que es solo un día más. Pero no lo es. Es el recordatorio de todo lo que fui y ya no soy.

A media mañana decido salir a caminar por el parque Laureles. El aire fresco me ayuda a despejar la mente. Veo a un grupo de señoras haciendo yoga y a unos niños jugando fútbol. Me siento en una banca y cierro los ojos.

—¿Mariana? —escucho una voz familiar.
Abro los ojos y veo a Camila, mi vecina de toda la vida.
—¡Camila! Qué sorpresa verte —le digo, tratando de sonar animada.
—Hace rato no te veía por aquí… ¿Todo bien?
—Sí, solo necesitaba un poco de aire —respondo, evitando entrar en detalles.
Ella sonríe con esa calidez que siempre tuvo.
—¿Hoy no es tu cumpleaños? —pregunta de repente.
Asiento con una sonrisa tímida.
—¡Feliz cumpleaños! —exclama y me abraza fuerte.
Por un momento siento que todo está bien. Pero cuando Camila se despide para irse con su hijo al colegio, el vacío vuelve a instalarse en mi pecho.

Regreso a casa y reviso el teléfono: dos mensajes en WhatsApp, uno del grupo familiar y otro de un número desconocido que resulta ser publicidad. Nada más. Ni una llamada perdida, ni un audio largo como los que solía recibir antes.

Me siento en el sofá y miro las fotos antiguas pegadas en la nevera: mi papá bailando salsa conmigo en una fiesta; Lucía y yo disfrazadas en Halloween; mis amigas del trabajo brindando en un bar del Poblado. ¿Dónde están todos ahora? ¿Por qué nadie llama?

La tarde avanza lenta. Cocino arroz con pollo para mí sola y pongo música vieja para sentirme acompañada. De repente suena el timbre. Mi corazón late rápido: ¿será Lucía? ¿Algún amigo que decidió sorprenderme?

Abro la puerta y es Don Ernesto con una pequeña caja envuelta en papel periódico.
—Feliz cumpleaños, Marianita —dice con su voz ronca.
Me entrega la caja y se va antes de que pueda agradecerle bien. Adentro hay una arepa con queso y una nota: “Para que no olvides que siempre hay alguien pensando en ti”.

Lloro sin poder evitarlo. No por tristeza, sino por gratitud. Porque aunque el mundo parece haberse olvidado de mí, aún quedan gestos pequeños que iluminan el día más gris.

Por la noche me siento en el balcón con una copa de vino barato y miro las luces de Medellín titilar a lo lejos. Pienso en todo lo que fui: la amiga incondicional, la hija alegre, la hermana cómplice. Y me pregunto si algún día volveré a ser esa persona o si esta soledad es ahora mi nueva realidad.

¿Será que todos pasamos por esto alguna vez? ¿O solo yo me quedé esperando llamadas que nunca llegarán?