Cuando ser buena vecina se vuelve una carga: La historia de Mariana y el pequeño Emiliano

—Mariana, ¿me puedes cuidar a Emiliano otra vez?— La voz de Lucía atravesó la puerta apenas abrí, su tono cargado de urgencia y una pizca de esa familiaridad que solo da la costumbre. Ni siquiera esperó mi respuesta; ya estaba empujando a Emiliano hacia mi sala, mientras yo sostenía aún la taza de café que no había terminado de tomar.

No era la primera vez. De hecho, ya había perdido la cuenta. Al principio, cuidar a Emiliano era casi un juego: nuestros hijos, él y mi hija Valentina, se reían juntos, compartían galletas y dibujos. Lucía y yo nos sentábamos en el patio, tomando mate y hablando de la vida en nuestro barrio de Córdoba. Pero con el tiempo, los favores se volvieron rutina, y la rutina, una carga.

Recuerdo la primera vez que sentí ese nudo en el estómago. Fue un viernes por la tarde. Mi esposo, Gabriel, había planeado llevarnos a todos al río para hacer un asado. Justo cuando estábamos saliendo, Lucía apareció con Emiliano y una bolsa de pañales. “Solo serán dos horas”, prometió. Gabriel me miró con resignación, y Valentina pateó el suelo, frustrada. Cancelamos el plan.

—¿Por qué siempre dices que sí? —me preguntó Gabriel esa noche, mientras lavaba los platos con más fuerza de la necesaria.

No supe qué responderle. ¿Cómo decirle que me sentía responsable? Que Lucía no tenía a nadie más. Que su esposo se había ido a Buenos Aires por trabajo y sus padres vivían en Tucumán. Que yo también alguna vez necesité ayuda y nadie estuvo ahí.

Pero los días pasaron y las peticiones aumentaron. Lucía empezó a dejar a Emiliano incluso sin avisar. A veces tocaba el timbre y salía corriendo antes de que pudiera decir nada. Otras veces me mandaba un mensaje: «Te lo dejo porque tengo que ir al médico» o «Me salió una changa, te juro que es solo hoy». Pero ese «solo hoy» se repetía tres o cuatro veces por semana.

Mi casa se llenó de juguetes ajenos, de meriendas dobles y peleas entre niños cansados. Valentina empezó a preguntarme por qué Emiliano siempre estaba con nosotros. Gabriel dejó de invitarme a salir porque «seguro Lucía va a aparecer». Incluso mi mamá, cuando venía de visita desde Villa María, me decía en voz baja: «No sos guardería, hija».

Una tarde, mientras Emiliano lloraba porque quería ver a su mamá y Valentina gritaba que quería jugar sola, sentí que algo dentro mío se rompía. Me encerré en el baño y lloré en silencio. Me sentía mala persona por querer decir que no. Me sentía usada por Lucía. Me sentía invisible para mi propia familia.

Esa noche, Gabriel fue directo:
—Mariana, esto no puede seguir así. No es tu responsabilidad criar al hijo de Lucía.

Me dolió escucharlo en voz alta. Pero tenía razón.

Al día siguiente, decidí hablar con Lucía. Practiqué frente al espejo: “Lucía, necesito un tiempo para mí y mi familia”. Pero cuando llegó el momento, ella apareció con los ojos hinchados y una bolsa de ropa sucia.

—¿Te molesta si lavo esto aquí? Se cortó el agua en mi casa —dijo sin mirarme.

Sentí cómo mi resolución se desmoronaba. Le ofrecí un mate y nos sentamos en la cocina. Hablamos de todo menos del tema central. No pude decirle nada.

Los días siguieron igual hasta que un sábado por la mañana escuché a Valentina decirle a Emiliano:
—Mi mamá ya no quiere jugar contigo.

El niño se puso a llorar desconsolado. Lucía llegó justo en ese momento y me lanzó una mirada dura.
—¿Qué le estás diciendo a mi hijo?

Me quedé helada. Quise explicarle que no era así, que solo estaba cansada, que necesitaba espacio… pero las palabras no salieron.

Esa noche recibí un mensaje de Lucía: “Pensé que éramos amigas”.

Me sentí la peor persona del mundo. ¿Acaso no era eso lo que hacían las buenas vecinas? ¿Ayudarse? Pero también recordé las veces que tuve que cancelar planes con mi familia, las veces que Valentina lloró porque quería estar sola conmigo, las discusiones con Gabriel.

Al día siguiente tomé valor y fui a buscarla. La encontré en su patio, colgando ropa mojada.

—Lucía —dije—, necesito hablar contigo.

Ella ni siquiera se giró.

—Mirá, sé que te estoy pidiendo mucho —dijo finalmente—. Pero estoy sola y no sé qué haría sin vos.

Me acerqué despacio.

—Yo también estoy sola a veces —le respondí—. Y últimamente siento que estoy perdiendo a mi familia por ayudar tanto. No puedo seguir así.

Lucía bajó la cabeza. Por primera vez vi el cansancio en sus ojos, el mismo que sentía yo.

—No sabía que te estaba haciendo daño —susurró—. Solo pensé… pensé que éramos como hermanas.

Nos quedamos en silencio largo rato. No sé si nuestra amistad sobrevivirá esto. Pero al menos fui honesta.

Ahora miro a Valentina jugar tranquila en la sala y me pregunto: ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse una misma? ¿Cuántas veces decimos sí por miedo a decepcionar cuando lo que más necesitamos es aprender a decir no?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega la solidaridad antes de convertirse en sacrificio?