Una cena que rompió mi hogar: cuando la amistad se convierte en una batalla
—¿Por qué tuviste que invitarla, Mariana? —le susurré entre dientes, apretando la servilleta con fuerza mientras mi corazón latía como si quisiera salirse del pecho.
Mariana, mi mejor amiga desde la secundaria, me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre usaba para convencerme de todo. —No seas así, Sofía. Es solo una cena, ¿qué puede pasar?
Pero yo ya sentía el aire pesado en mi propio comedor. Había preparado esa noche con semanas de anticipación: el mantel bordado que heredé de mi abuela, las velas perfumadas de vainilla, el guiso de pollo con mole que tanto le gustaba a Diego, mi novio. Todo estaba listo para una velada tranquila entre amigos de toda la vida. Pero entonces Mariana apareció con Valeria.
Valeria. El nombre me sabía amargo. Había sido parte del grupo hace años, pero una traición —un rumor venenoso sobre mí y Diego— la había alejado. Nadie hablaba de eso ya, pero yo nunca lo olvidé. Y ahora estaba ahí, sentada en MI mesa, sonriendo como si nada hubiera pasado.
—¡Sofi! —exclamó Diego desde la cocina— ¿Me pasas el vino?
Me levanté, tratando de no mirar a Valeria. Sentía las miradas de todos sobre mí: Camilo y su risa nerviosa, Lucía jugueteando con su celular, Mariana fingiendo normalidad. Serví el vino y regresé a la mesa, obligándome a sonreír.
—¿Y cómo va tu trabajo en el hospital, Sofía? —preguntó Valeria, con esa voz dulce que siempre me pareció falsa.
—Bien —respondí seca—. Mucho estrés, ya sabes cómo es.
El silencio cayó como un manto pesado. Nadie se atrevía a mencionar el pasado, pero todos lo sentían flotando entre nosotros. Mariana intentó romper la tensión:
—¿Recuerdan cuando fuimos a Veracruz y casi nos ahogamos en la playa?
Todos rieron menos yo. Mi mente estaba en otra parte: ¿por qué Mariana había traído a Valeria sin avisarme? ¿Por qué Diego no decía nada? ¿Por qué yo tenía que tragarme este malestar en mi propia casa?
La cena avanzó entre risas forzadas y miradas esquivas. Yo apenas probé bocado. Sentía que mi hogar ya no era mío, que mis amigos no me defendían. Cuando llegó el postre, Valeria se levantó para ir al baño y Mariana la siguió. Aproveché el momento para hablar con Diego.
—¿Tú sabías que venía? —le pregunté en voz baja.
Diego bajó la mirada.—Mariana me dijo que sería bueno para ti… para cerrar ciclos.
Sentí una punzada en el pecho.—¿Cerrar ciclos? ¿Así, de sorpresa? ¿Enfrentando a quien me hizo tanto daño sin siquiera preguntarme?
Diego suspiró.—No quería meterte en esto. Pero… tal vez deberías hablarlo con ella.
Me levanté abruptamente y fui a la cocina. Necesitaba aire. Apoyé las manos en la encimera y respiré hondo. Escuché pasos detrás de mí: era Mariana.
—Sofi, por favor… —empezó ella.
—¿Por favor qué? —le interrumpí— ¿Que acepte todo sin decir nada? ¿Que deje que cualquiera entre a mi casa aunque me haya lastimado?
Mariana se mordió el labio.—Solo pensé que ya era hora de dejar el pasado atrás.
—¿Y quién decide cuándo es hora? ¿Tú? ¿Valeria? ¿O yo?
Mariana bajó la cabeza.—No quería hacerte daño.
—Pues lo hiciste —le dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Esta es mi casa, Mariana. Mi espacio seguro. Y hoy siento que ya no lo es.
Se hizo un silencio incómodo. Mariana salió sin decir nada más. Cuando regresé al comedor, todos hablaban bajo, como si supieran que algo grave había pasado.
Valeria me miró y se levantó.—Sofía… ¿podemos hablar?
La miré fijamente.—No creo que sea el momento ni el lugar.
Ella asintió, avergonzada. El resto de la noche fue un desfile de silencios y despedidas rápidas. Cuando cerré la puerta tras el último invitado, me derrumbé en el sofá y lloré como no lo hacía desde hacía años.
Al día siguiente, Mariana me escribió un mensaje largo pidiéndome perdón. Diego intentó consolarme diciendo que todo fue por mi bien. Pero yo ya no podía confiar igual en ninguno de ellos.
Pasaron semanas antes de volver a verlos. La herida seguía ahí, recordándome lo importante que es poner límites, incluso con quienes más quieres. Aprendí que mi casa es mi refugio y que nadie tiene derecho a invadirlo sin mi consentimiento.
A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificar tu paz por mantener amistades antiguas? ¿Hasta dónde debemos ceder antes de perder nuestra propia voz?