Cuando los sueños se rompen: Confesiones bajo la lluvia de Bogotá

—¿Por qué no te atreves, Lucía? ¿Por qué siempre te quedas callada? —me pregunté en silencio, mientras el sonido de la lluvia golpeaba con fuerza los ventanales del colegio distrital en el sur de Bogotá. Afuera, las luces de los buses se desdibujaban entre los charcos y el frío calaba hasta los huesos. Eran casi las nueve de la noche y yo seguía ahí, corrigiendo exámenes de literatura, tratando de distraerme del peso que sentía en el pecho.

Puse la última hoja sobre la pila y suspiré. El aula estaba vacía, salvo por el eco lejano de una cubeta que alguien había dejado caer en el pasillo. Me levanté para cerrar la ventana cuando escuché pasos apresurados y una voz familiar:

—¡Profe Lucía! ¿Todavía aquí?

Era Camila, la portera. Siempre tan atenta, siempre tan discreta. Le sonreí con cansancio.

—Ya casi termino, Cami. Solo me falta pasar las notas al sistema.

Ella asintió y se fue, dejándome otra vez sola con mis pensamientos. Miré mi celular: dos mensajes sin leer de mi esposo, Andrés. «¿A qué hora llegas?», «Los niños preguntan por ti». Sentí una punzada de culpa. Últimamente, llegar tarde se había vuelto costumbre. No porque tuviera más trabajo, sino porque necesitaba tiempo para pensar… o para no pensar en lo que estaba haciendo.

Me senté otra vez y abrí el cuaderno donde guardaba mis poemas. Nadie sabía que escribía. Nadie sabía que cada verso era para él: Julián, el profesor nuevo de historia. Desde que llegó al colegio, con su acento paisa y su sonrisa tímida, algo en mí se removió. No era solo atracción; era como si me devolviera a mis diecisiete años, cuando creía que todo era posible.

Pero yo tenía cuarenta y dos, dos hijos y un matrimonio que llevaba años desmoronándose en silencio. Andrés era buen hombre, trabajador, pero entre nosotros solo quedaba la rutina y las discusiones por dinero o por los niños. Julián era todo lo contrario: escuchaba mis ideas, reía con mis chistes malos y me miraba como si yo fuera la única persona en el mundo.

Una tarde, después de una reunión interminable sobre el paro docente, Julián se acercó mientras yo recogía mis cosas.

—Lucía… ¿puedo preguntarte algo?

Sentí cómo se me aceleraba el corazón.

—Claro, dime.

—¿Alguna vez has sentido que tu vida no es realmente tuya? Como si estuvieras viviendo la historia de otra persona…

No supe qué responderle. Solo asentí y él sonrió con tristeza.

—A veces sueño con irme lejos —confesó—. Pero luego pienso en mi mamá, en mis hermanos… y me quedo.

Desde ese día empezamos a hablar más seguido. Primero en la sala de profesores, luego por WhatsApp. Compartíamos poemas, canciones viejas de Silvio Rodríguez, anécdotas de infancia en Medellín o en Bogotá. Una noche, después de una jornada agotadora, me escribió: «A veces sueño con decirte lo que siento». Yo no respondí. No podía. Pero tampoco borré el mensaje.

Esa noche lluviosa en el colegio fue cuando todo cambió. Mientras pasaba las notas al sistema, escuché un golpeteo suave en la puerta.

—¿Lucía? —era Julián—. ¿Puedo pasar?

Asentí sin mirarlo. Él se sentó a mi lado y durante unos segundos solo escuchamos la lluvia.

—No puedo más —dijo al fin—. No puedo seguir fingiendo que solo somos colegas.

Sentí un nudo en la garganta.

—Julián…

—No tienes que decir nada —me interrumpió—. Solo quería que lo supieras.

Me tomó la mano y por un instante sentí que todo lo demás desaparecía: mi casa, mis hijos, Andrés… Solo estábamos él y yo, dos almas cansadas buscando un poco de luz en medio de tanta oscuridad.

Pero entonces recordé a mis hijos: Valeria y Tomás. Recordé sus risas, sus peleas por el control remoto, sus abrazos tibios antes de dormir. ¿Cómo iba a destruir su mundo por un amor que tal vez ni siquiera tenía futuro?

Me solté suavemente y bajé la mirada.

—No puedo —susurré—. Lo siento…

Julián asintió y se fue sin decir nada más. Me quedé sola otra vez, escuchando la lluvia y sintiendo que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Esa noche llegué a casa más tarde que nunca. Andrés estaba dormido en el sofá con la televisión encendida. Subí a ver a los niños; dormían abrazados como cuando eran pequeños. Me senté en el borde de la cama y lloré en silencio.

Los días siguientes fueron un infierno. Julián evitaba mirarme en los pasillos. Camila me preguntaba si estaba bien porque me veía más pálida que nunca. En casa, Andrés empezó a sospechar algo; me revisaba el celular cuando pensaba que yo no lo veía y me hacía preguntas incómodas:

—¿Tienes algo que contarme?

Yo negaba todo, pero por dentro sentía que estaba traicionando a todos: a mi esposo, a mis hijos… y a mí misma.

Un viernes cualquiera, mientras preparaba la cena, Valeria entró a la cocina:

—Mami, ¿por qué ya no sonríes como antes?

No supe qué decirle. La abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.

El colegio entró en paro por falta de pagos del gobierno y todos tuvimos más tiempo libre. Julián decidió irse a Medellín a cuidar a su madre enferma. Me escribió una última vez: «Gracias por escucharme. Ojalá algún día puedas ser feliz».

Pasaron los meses y poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Andrés y yo fuimos a terapia; intentamos perdonarnos los silencios y las heridas viejas. No fue fácil, pero lo intentamos por los niños… y por nosotros mismos.

A veces pienso en Julián cuando escucho llover sobre Bogotá o cuando encuentro uno de sus poemas olvidados entre mis libros. Me pregunto si hice lo correcto o si solo fui cobarde.

¿Vale la pena sacrificar tus sueños por el deber? ¿O es peor vivir toda una vida preguntándote qué habría pasado si te hubieras atrevido a amar?